Un periodista llamado investigador, remota representación detectivesca de la ciudad corrupta del siglo XIX –vaciado de la vieja invención del hombre de la multitud y promovido a héroe neurótico por grandes corporaciones retóricas que alientan y dan forma conveniente a la ciudad corrupta de hoy– brilla en la superficie de una pantalla de cristales y cuarzos azulinos. Personajes del submundo picaresco de la tarde, capaces sin embargo de adentrarse en la caverna del investigador y dejarse entrevistar por él bajo una luz que simula recomponer misterios indescifrables. El periodista usa tiradores y otros indicios imaginarios. Se pronuncia en voz rápida, nasal, con ligeras alteraciones respiratorias, en posesión de un asunto que juzga de altísimo vuelo social. De conjunto, el pequeño bufón nervioso y el simulador perspicaz, estremecido por los datos que ha reunido y que está a punto de revelar, haciéndonos cómplices de una serie reconocible de dispositivos narrativos y técnicas de ficción verosímil –momentos y ritmos enfáticos, momentos expansivos y dramáticos– quieren sobre todo autosatisfacerse, regodearse en manoseados motivos de fama y peso profesional. El narrador conoce de entrada el mandado que vienen a cumplir, lo ejecuta automáticamente, sabe que depende de sus cualidades miméticas, suplementarias, del mayor o menor grado de persuasión en el fraude que a través suyo va a penetrar la porosa materia del televisor. Podríamos llamarlo entre nosotros, lectores de novelitas policiales en trenes de media distancia: el chancho.
Ni la honorable competencia deductiva del caballero Dupin, ni la aventura cuerpo a cuerpo en la borrosa suciedad de las calles, en tensión con la incapacidad policial y la perversión de la ley, dan aquí la nota de interés y potencia de la intriga, puesto que no se trata de la resolución de un crimen, ni de la lógica o la acción del criminal. Si hay una estrategia en curso es sobre todo la de construir un discurso delictivo: hacer de la felonía y la infamia hechos verosímiles. Se trata de escandalizar la conciencia del buen ciudadano, sacudirla con imágenes opacas, metáforas de lo que no debe ni puede permanecer en la insensatez de una estrepitosa bancarrota moral de la república. Pero sobre todo se trata de imponer el afiebrado ardid de enunciados incisivos, una quimera criminal destinada a excitar la indignación del común –el chancho lo define víctima última de lo que él revela en haces de comunicación– espectralmente derivada en evidencia y condena. La ficción es el dato subrayable, perfectamente orientado a satisfacer objetivos primarios: el buen ciudadano mantenido en vilo, subordinado al caso, unido a toda hora a una red de pedagogías elementales, tópicos que insisten indiscriminadamente en lo mismo, bolsas, valijas, bóvedas, a la manera de un interrogatorio apremiante y en uso de técnicas de confesión de lo imposible, una y otra vez el mismo punto, la misma pregunta, igual argumento y martirio, bolsos, valijas, antros (sinonimia impropia para nombres de identidad): –usted no fue, no es ni será sino mera víctima, confiéselo, dígaselo cuantas veces sea hasta que el recado se grabe en el fondo de su alma. La degeneración del relato policial va simultáneamente seguida de un lenguaje que pone al descubierto la voluntad de juzgar y distribuir culpabilidades.
Del detective impostor triunfa su estilo canalla, es el triunfo de una salvajización calculada, la paradoja de un estado de barbarie al que se le ha restado la potencia de su naturaleza. El poder ficcional de las corporaciones globales reproduce el proyecto de acumulación espectacular a escala ilimitada. Si en la teoría del espectáculo la vida se alejaba de modo sistemático en representaciones fantasmales de publicidad, información, propaganda y entretenimiento, y las imágenes cobraban autonomía –la vida de lo no viviente– hoy el grado de aplastamiento social en el dominio espectacular trabaja según un programa de multiplicación y repetición infinita de sí. Se mueve independientemente de los hechos externos a él, se presenta no ya como acompañamiento furtivo sino como el mundo mismo, la permutación de lo que sucede por una falsedad positiva, el monopolio inaccesible de apariencias de la apariencia percibidas como totalidad unificada e indiscutible. Una lengua que exige sujetos fascinados por ella, pasivos y sometidos a las imágenes y relatos de su economía. Mientras, otro programa que es el mismo, también subordinado al rigor del cálculo, avanza sin mediación en acciones concretas de rapiña y saqueo. Las instituciones de justica, que por principio debían mantenerse a distancia de los poderes espectaculares, se adhieren a esa fuerza general de fabulación, pasan a constituirla como ejército de choque indistinto, la Justicia se diluye en entretenimiento tanto como las formas específicas de lo espectacular pasan a juzgar, producen sentencias y autorizan modalidades de canibalismo tecnológico y crueldad colectiva.
Lejos del parsimonioso controlador de boletos, el chancho de segunda o tercera generación neoliberal encarna una dudosa singularidad. Su forma es derivativa; guarda pocos rasgos fisonómicos particulares, ornamentales o accesorios, puesto que su cualidad mayor es reproducirse y reproducir los contenidos ilusorios que la alianza espectacular impone como totalidad. El modelo argentino de gobierno directo de las corporaciones no requiere de sus servicios, es él mismo manifestándose. No puede pensárselo como emisario, como portavoz, está disperso en el centro de ilusión, homogeneidad y monotonía que el sistema de parálisis histórica y organización macrista de la mentira necesita instituir. Su clave no es el poder de la prensa y los medios, es sobre todo la polución destructiva de una forma de gobierno que se autodefinió como democracia de amos. Para mantener en olvido la división de clases, el chancho del que hablamos construye un presente perpetuo, inmovilizado alrededor de muy pocos datos recurrentes, herencia, bolsos, valijas, pozos, y un catálogo de indecencias de corrupción y estigmas vergonzosos que reducen el pasado reciente a esa única flagrante interpretación. Aspira a ocupar con ella la suma del sentido social. Pero la presión que ejerce, tarde o temprano y por efecto de leyes primarias, confluye en pulsiones de proporción inversa. Las intensidades del 24 de marzo, del 13 y el 29 de abril, sitúan alrededor de tres acontecimientos particulares (los cuarenta años, la vuelta de Cristina Fernández, y el discurso de clase en las calles) el peso del espíritu histórico que Cambiemos quiere arrasar. Si la democracia de amos, el espectáculo integral de las corporaciones, desencadena un ensayo generalizado de liquidación de la ciudad política, esos tres momentos se presentan como huellas y disputas de interés; la experiencia histórica reabre con ellos viejas preguntas acerca de los modos de encausarse, de la construcción de lenguajes nuevos, y de las formas persistentes de voluntad emancipatoria que guarda la memoria popular.

Américo Cristofalo

Vice decano Facultad de Filosofía y Letras