“Quiero ir al baño desde que terminó el almuerzo

pero es imposible hacer otra cosa que ser madre.

Y dale con el llanto, llora, llora, llora, me va a trastornar.

Soy madre, listo. Me arrepiento, pero ni siquiera lo puedo decir”

Matate, amor de Ariana Harwicz

A medida que vamos desarmando los argumentos anti-aborto y presentando las razones de por qué es necesario que podamos acceder a este derecho, lo que queda del otro lado es la idea de la maternidad como una obligación frente a la “irresponsabilidad” de no cuidarse. La maternidad como una bendición y al mismo tiempo como un castigo por “abrir las piernas”, por gozar, por querer tener relaciones, o tal vez por no querer tenerlas. La maternidad es también la respuesta/castigo frente al “algo habrás hecho” para que te violen: usar una pollera o short, “andar sola” o “solas”, subirse a un taxi o remis, doblar en una esquina en un horario “inadecuado”, caminar por una calle oscura o solitaria. La maternidad se presenta como un destino ineludible para los cuerpos gestantes, esté o no en sus planes tener niñes.

Crecemos y vivimos en una sociedad en la cual tener útero se traduce en ser criade sabiendo que en algún momento nos vamos a casar/juntar y tener hijes. A medida que pasan los años y el “reloj biológico” (o mejor dicho social) apremia, ese mandato se hace sentir cada vez con más fuerza: está presente en cada reunión familiar, en cada ocasión que nos cruzamos con un amigue o familiar que no vemos seguido, está en la peluquería, está en todos lados gritando que en algún momento vamos a tener que ceder frente a esa presión. Claro, porque ¿cómo no van a querer ser madres? ¿cómo se les ocurre la posibilidad de que un cuerpo tenga la capacidad de gestar y no quiera hacerlo?

Hablar sobre aborto, sobre la posibilidad de decidir sobre el propio cuerpo y en qué momento se quiere o no “ser madre” supone sacarle otra columna a esa construcción sobre la que se sostiene la institución familiar, la familia “modelo”, la familia “tipo”: blanca, heterosexual, monogámica, de clase media, con un niño y una niña. Esa institución que nunca fue nada más que un ideal normalizador, de lo que la sociedad heteropatriarcal entiende como familia y desde hace años viene perdiendo terreno frente al avance y la conquista de derechos por parte del movimiento feminista y del movimiento LGBTIQ. Así, se acusó de poner en riesgo a “la familia” cuando las mujeres comenzaron a votar, cuando se creó la pastilla anticonceptiva, cuando se aprobó el divorcio vincular, cuando se permitió el matrimonio entre parejas del mismo sexo.  

En este contexto resulta imprescindible separar las relaciones sexuales de la reproducción, posibilidad que hasta ahora sólo está habilitada para los varones cis. Históricamente, la mujer estuvo en el foco de todas las miradas, teniendo que demostrar su virginidad como evidencia de su decencia y valor para tener un buen lugar en la sociedad. Hasta hace unos años, existía el mandato de contraer matrimonio ante un embarazo no deseado para ocultar que éste había sido producto de una relación por fuera de esta institución, sin que esto supusiera que el hombre se sintiera obligado a dejar de salir con otras mujeres, siempre a sotto voce, pero sin ser juzgado por ello. Hoy en día, incluso en algunas partes del mundo, muchas mujeres son objeto de reprimendas sociales y físicas por tener relaciones extramatrimoniales. Con otro peso y de forma mucho menos explícita, aún se sigue juzgando a las mujeres que se manejan con libertad en relación a su sexualidad. Esto resulta evidente cuando se culpabiliza a las víctimas de violación o femicidio haciendo énfasis en su vida personal y en qué tipo de vida sexual tenían. En el extremo, pareciera que el castigo por el hecho de tener relaciones sexuales motivadas por el placer, debiera ser: terminar presas y poner en riesgo la vida al realizarse un aborto de forma insegura.

Cuando se defiende la ilegalidad del aborto se coloca a los cuerpos gestantes en el lugar de meras incubadoras, devienen objetos, reduciendo todo a la potencial función reproductiva de esos cuerpos. Parafraseando un poco a Marta Dillon, los cuerpos gestantes se convierten, así, en envases en donde se deposita el deber ser de una maternidad forzada. El embarazo, el parto y la crianza son situaciones que conllevan muchos cambios en los cuerpos, en la cotidianeidad; implican responsabilidades diversas que demandan tiempos y voluntades. Atravesar por todas esas situaciones sin desearlo es una condena al “trastorno” y la infelicidad, tal como lo dice la protagonista de la historia de Ariana Harwicz con la que arranca este texto. En Argentina y el mundo, las mujeres dedican muchas más horas diarias al cuidado de niñes y ancianes, lo que las obliga a buscar trabajos a tiempo parcial y en condiciones de mayor precariedad. Asimismo, esta dedicación a las tareas que hacen a la crianza y al mantenimiento de un hogar/familia, sitúa a las mujeres en una situación de desventaja respecto a los hombres que tienen hijos, ya que a la hora de postularse a ciertos empleos calificados y a cargos de mayor jerarquía se pone en cuestión la posibilidad de llevar su trabajo adelante por el tiempo que les demanda la maternidad. Porque claro, cuando se cree y sostiene que “la mujer se realiza cuando es madre” las demás actividades que quiera realizar pasan a ser complementarias.

Es evidente que lo que está en juego es el derecho de las mujeres a decidir sobre el propio cuerpo, el derecho a gozar y a elegir si queremos gestar o no, en qué momento decidimos hacerlo y en qué condiciones. Todos los días se suceden casos de violencia obstétrica donde, a pesar de la legislación vigente (Ley de Parto Humanizado Nº 25.929), la mujer es reducida a un objeto, deshumanizada, sometida a prácticas invasivas por parte del personal de salud y despojada de su capacidad para decidir la forma en la que quiere parir. Asimismo, el disciplinamiento de los cuerpos se reproduce y opera en la sociedad a través de otros dispositivos que se focalizan especialmente sobre los cuerpos feminizados, cuerpos que además son constantemente sexualidados. De esta forma, acciones como el “tetazo”, o el debate sobre el uso del corpiño y el largo de la pollera en el colegio, dejan en evidencia la poca capacidad que tenemos de decidir y las muchas normativas a las que debemos someternos, para poder movernos en los distintos ámbitos en los que transitamos.

La legalización del aborto implica echar por tierra la falacia del instinto maternal. Los cuerpos gestantes abortamos desde tiempos ancestrales, el aborto ha sido utilizado como método de control de natalidad cuando la única forma de prevención que existía era calcular los días del ciclo reproductivo del cuerpo gestante, incluso llegó a ofrecerse en avisos a través de los diarios a principios del siglo pasado tal como señaló Dora Barrancos en su intervención en el Congreso hace unas semanas. Legal o no, el aborto es una práctica que sucede y va a seguir sucediendo, lo que está en discusión es el modo en el que se realiza, quiénes se benefician y quiénes son las principales víctimas por la clandestinidad en la que se mantiene. Mientras la posibilidad de acceder a un aborto en condiciones seguras siga dependiendo de la capacidad adquisitiva de las personas que necesitan realizarlo, son las leyes del mercado las que determinan quién arriesga su vida y quién no. El Estado tiene el deber y la responsabilidad de legislar sobre la salud pública, garantizar el acceso a un aborto legal, seguro y gratuito en cualquier lugar para todas las personas gestantes, es una cuestión de justicia social. Aborto legal es vida. Ni Una Menos por aborto clandestino.

Romina Anahí Antonelli

Integrante del Colectivo Ni Una Menos y del Frente de Mujeres UNGS

Foto: M.A.F.I.A