Lo no dicho, lo que no puede decirse, lo prohibido, lo proscripto. La palabra atragantada, el grito amordazado. Durante siglos, la humanidad ha procurado eludir las persecuciones. Podría decirse que, hasta ahí, es un reflejo de supervivencia, un intento innato de sobrevivir a la cacería, un cerrar los ojos ante el golpe, por un lado; apretar los labios y las muelas por el otro; y el signo cómplice de la rebeldía que, si bien no alcanza para todo, no alcanza para romper el cerco del silencio, sí alcanza para putear amordazado, gritarle al verdugo sin que pueda escucharnos.

La pregunta sería: ¿Si no puede escucharnos, para qué gritarle? Y la respuesta es obvia: la puteada libera, el dedo medio apuntando al cielo insulta sin palabras, el grito salva de la derrota completa. Y en los casos más notorios de persecución los pueblos suelen esgrimir tácticas de resistencia inusitadas, ingeniosas, con alcances insospechados.

En el siglo I, los primeros cristianos, para reconocerse dibujaban un pez en la puerta de su casa para saber en dónde se hallaban. Eso hasta que los romanos se apiolaron y desataron una leonada colmilluda que, a pesar de lo salvaje del rugido, no pudo apagar los rezos de los cristianos, la señal de la cruz que los salvaba en la muerte. Con el tiempo, otros pueblos también tuvieron reflejos de signos para reconocerse entre ellos, para gritarles su verdad sin palabras a su opresor.

En la Argentina, durante la proscripción del peronismo, los peronistas adoptaron un signo con los dedos que ya había sido usado por Churchill para referirse a la victoria, obviamente los dedos en V. En los setenta también se transformó en el símbolo de la paz (vaya a saber por qué motivo). Pero en la Argentina, esos dos dedos que se configuraban en una V prontamente, casi como un guiño para otra/os compañera/os, con la rapidez con la que un vasco jugaba a la murra, significaban Perón Vuelve. Muchos aún hoy creen que las pintadas de una V conteniendo en su ángulo una P, significaba Viva Perón, pero no… Lo que evoca el gesto, es la idea del retorno del líder en el exilio.

Ese signo continuó hasta que Perón volvió, a pesar de los dichos de Lanusse sobre si le daba el cuero o no para volver. En aquel momento Perón envió una carta en la que le decía que él no provocaba en nombre de los demás, que no iba a avalar la violencia en la sociedad con su regreso, que no haría derramar sangre en su nombre, pero que lo invitaba a verse personalmente, cara a cara en cualquier frontera del país y ahí quedaría demostrado si le daba o no el cuero.

Luego la historia es conocida: la muerte del viejo caudillo, la dictadura sangrienta que intentó fracturar esos dedos para siempre, el regreso de la democracia con el triunfo de la Unión Cívica Radical -y el intento fallido de instalar un nuevo símbolo, el de las manos del campeón aunadas a un costado del hombro-, la traición a los valores constitutivos de la doctrina justicialista promovida por el menemismo, la Alianza fallida con Cavallo manejando las riendas de la economía, el estallido de 2001, y la llegada de Néstor Kirchner al gobierno, y con él y luego con Cristina Kirchner como presidenta, la vuelta de los dedos en V; esos dedos en V que parecieron fortalecerse luego de perder las elecciones de 2015 y comenzar la avanzada oligárquica más virulenta de la que se tenga conciencia, aunada a nuevos dispositivos que han hecho que, incluso, se inventase un emoticon con los deditos en V y de diferentes colores; si bien al principio eran de un amarillo Simpson, luego se colorearon de diferentes tonos que va del negro al marrón: el símbolo del color.

En Brasil, Lula podría haber partido al exilio, pero eligió quedarse, afrontar incluso a un Poder Judicial amañado e ir preso, a pesar de lo injusto de la medida, para poder defender su inocencia y no eludir a la justicia en la que, a pesar de las circunstancias que parecieran indicar lo contrario, él cree. Lula fue claro y dijo: si me matan, seré mártir, si me dejan libre seré presidente, y si me encarcelan tendrán que poder gobernar con Lula preso.

No obstante la subida en las encuestas del derechismo anti lulista, el pueblo que sufre por no poder votar a su líder también elige un símbolo que aún no tiene emoticon, pero que seguramente lo tendrá. Los caboclos que caminan por el nordeste, los pobres que tiran de carritos en el gran Sao Paulo, los negros que practican el candomblé en Salvador da Bahia, toda/os aquella/os, en definitiva, que han sido alcanzado tanto por su gobierno -que sacó a un tercio de Brasil de la pobreza- como por su aura carismática, por su empatía por el provenir de los sectores populares y por convertirse en el primer presidente obrero del país, han comenzado a hacer la L usando el pulgar y el índice. Un símbolo que no sólo ayuda a reconocerse entre sí, sino que también es un grito contra esa derecha recalcitrante que quiere exterminarlos, que los odia, que chorrea baba blanca rabiosa cada vez que oye su voz o ve a uno de sus partidarios.

Para entender por qué nace esa L, por qué algunos líderes concitan esa devoción por parte de su pueblo, es bueno remitirse a las propias palabras del presidente laburante. Cuando le preguntaron sobre su forma de gobernar, él dijo lo siguiente: “El mejor ejemplo de Gobierno, no se saca de un libro, se saca de una madre. O sea, ella siempre va a cuidar al más débil. Si tiene que dar un pedacito más de carne, ella se lo dará al más débil. Si tiene que dar una mamadera más, se la dará al más débil. Ella adora a todos, ella ama a todos; pero aquel que es débil no es el más bonito, no es el más inteligente, es el más necesitado. Y ese es un espíritu de madre. Yo te confieso que gobierno al país con espíritu de madre. Es decir, nosotros tenemos que cuidar a las personas más pobres. El rico no necesita del Estado”.

Quizás por eso cuando al pueblo no lo dejan elegir a quien quiere, quizás cuando disponen las piezas en el tablero de manera tal que les convenga, quizás cuando al propio Lula no sólo no lo dejan participar como candidato a presidente a pesar de lo que ordena el Comité de Derechos Humanos de la ONU -siendo Brasil signatario de determinados pactos de rango constitucional que lo obligan a aceptar el dictamen-, sino que no le permiten dar entrevistas -aunque pueda darlas el jefe del Comando Vermelho; pareciera que Lula es más peligroso que el capo del cártel narco más violento de Brasil- y tampoco le permiten votar, esgrimiendo que en el lugar de detención no existen la cantidad de detenidos sin una última condena firme -lo cual le permitiría votar- como para que amerite poner una urna electrónica.

Además de la injusticia y de la bronca que suscita en el pueblo que se vio beneficiado por las políticas de Lula, en el nacimiento de esa L también hay un componente emotivo, espiritual, reivindicativo. Lula nació en Caetés, en el sertón pernambucano. Su madre cumplió el rol de madre y padre, y su crianza fue en una casa de adobe de una cocina y un cuarto en el cual dormían 8 hermanos, como el anís; siendo él el benjamín de la familia. Y, además, vivían con ellos tres primos. Luiz Inácio nació en medio de las privaciones y cuando migró al ABC paulista, centro industrial del gran Sao Paulo, se convirtió en un líder sindical con un compromiso para con sus compañeros de carácter único. Su lucha contra la dictadura y por la democracia fueron implacables; y su lucha para vencer los prejuicios y poder acceder a la presidencia fueron signo de la tenacidad, la constancia y el convencimiento de que se podía vivir en un mundo mejor.

Entender el motivo por el cual la inicial el sobrenombre de un obrero metalúrgico cuyo primer diploma fue el de haber sido presidente de Brasil se convierte en dedos semantizados, quizás también tenga que ver con haber estado preso cuando murió su madre; y que cuando fue autorizado para ir al entierro, se haya armado una revuelta que apedreaba el patrullero y quería impedir que él volviese a la prisión. Sin embargo, Lula volvió a la gayola porque allí quedaban otros 13 compañeros -13, como el número de la lista que encabeza Lulhaddad- y también su responsabilidad consistía en no poner en riesgo la integridad de sus aparceros.

Pero además de todo eso, Lula, un dulce y un tierno enquistado en esa voluntad de escorpiano consecuente, es un presidente que llora; un dirigente sindical que se emociona y transmite esa emoción genuina a su pueblo; no es el cínico de Cavallo lagrimeando ante Norma Plá; es un ser humano sincero al cual se le atenaza la garganta, se le anegan los lagrimales, ente la injusticia y, también, ante el reconocimiento.  Lula se hace L porque es humano, pero también por que es posibilidad sobrenatural, que contradice al establishment y lo dado.

Los pueblos aúnan los símbolos a los nacimientos de los mitos, a aquellas historias que necesitan ser simbolizadas por algún motivo, como explicación en tanto comunidad cultural. Y en el pueblo brasileño, una de las hierofanías se constituyen a partir de un mito redentor: la idea de que el rey Sebastián, muerto en la batalla de Alcazarquivir en 1578, vendrá a reparar las injusticias del mundo. Si bien el origen de ese mito ocurrió en Portugal, es en el nordeste de Brasil donde cobra relevancia mística y mesiánica. Lula, en cierta manera, es el reaparecido, el regresado, ese rey que viene del subsuelo de la patria para redimir a los marginados, para salvar a los humillados; el calamar y sus millones de tentáculos son la posibilidad de salvación de cada pobre. Lula es ellas y ellos.

Esa L, que aún no tiene emoticon (pero que lo tendrá) será el símbolo de la resistencia en Brasil hasta que se recupere la democracia, hasta que se instaure nuevamente el estado de derecho, hasta que el líder vuelva a caminar junto a su pueblo y sea un Sebastián metalúrgico, un nordestino subversivo que patee el tablero de la conformidad, que se constituya en el sueño despierto; en el sertón que se hace mar; en el mar que se hace sertón.

Por Adrian Dubinsky