Finalmente llegó el día de las elecciones. Ahora sé el resultado, pero cuando empecé a escribir esta crónica no lo sabía; y si bien las luces de alarma estaban encendidas, aún no mensuraba la magnitud del problema en el que se encuentra Brasil y, por ende, la región. Ahora vendrán los analistas a intentar explicar por qué la mayoría eligió a un candidato que, más allá de que no coincidamos casi en nada con él, no es un nazi. Es algo mucho más cercano al pinochetismo y a su extraña mistura cipaya de neoliberalismo y mano dura intransigente. La mano dura propuesta por Bolsonaro es contra los delincuentes, los “bandidos”, como le dicen acá; el problema es cuando el opositor político es transfigurado y caracterizado como un “bandido”; en ese instante muere la política y comienza el estado policial.
El domingo 7 de octubre salí bien temprano para dirigirme a Caetés, el lugar de nacimiento de Lula. Las calles estaban cubiertas de papelitos de todos los colores y números, parecía el día después de una gran fiesta callejera, y en cierta forma, aunque a veces los países que sufrieron dictadura lo olviden, eso es una campaña electoral: una gran fiesta popular donde el pueblo portenta las virtudes de aquellos que en una gran ceremonia popular se someten a la elección pública. Aunque usted no lo crea, hasta un tipo que se caga en la democracia es un emergente de la misma.
Esos cientos de miles de papelitos estaban colmados de infinitos números que indicaban el candidato por el cual había que votar. Para sintetizar y no aburrir, les cuento brevemente cómo es el sistema electoral electrónico de Brasil: los candidatos a presidente y vice son representados por un número de dos cifras que el elector digitará en la máquina, el diputado federal tendrá 4 cifras y el estadual 5. De esta forma, y para sólo hablar de los candidatos que pasarán a segundo turno -estoy escribiendo esto bien temprano, desde la terminal de Garanhuns, esperando el bondi para Caetés; pero ahora, mientras corrijo sé el resultado de las elecciones- Haddad es 13 y Bolsonaro 17, y sus respectivos candidatos a diputados federales son 1313 y 1717, pudiendo hacer la combinación que se prefiera.
El clima estaba totalmente politizado. Desde temprano se escuchaba a quién iba a votar cada uno; hasta allí, simple sensación inexacta: en primer turno Haddad y Bolsonaro, suman entre ambos casi el 75%; y por detrás, un pelotón de varios candidatos que se reparten el resto de los votos, hallándose tercero Ciro Gomes, exministro de Lula. Ahora, cuando se habla del segundo turno, la polarización es increíble, incluso aquí en el nordeste donde el PT parece contar con una ventaja endémica. Lo que sí se puede decir, es que a excepción de un borracho que pasó zigzagueando de una manera que contradecía todas las leyes de la física, todo el mundo estaba pendiente de las elecciones y todo el mundo opinaba.
Cuando llegué a Caetés me encontré con un lugar totalmente diferente al que imaginaba. Si bien es un pueblo como tantos otros del sertao Pernambucano, estaba lleno de movimiento. Las calles del domingo de votación pululaban de gente para aquí y para allá. Si hubiese afinado el ojo cromático, podría decir que el rojo predominaba en la paleta constitutiva del paisaje. Claro que nada tiene que ver este Caetés poblado de motitos y con los mismos colores publicitarios que adornan cualquier otro pueblo o ciudad de Brasil con aquél polvoroso fin del mundo del que salió Lula y su familia en la década del 50.
Una calle principal con un boulevard me invitó, con su profusión de personas, a preguntar al primero que se cruzase sobre el motivo que me trajo hasta aquí: ¿dónde queda la casa donde nació Lula?
Me acerqué a un grupo de hombres que se estaban tomando una birra a las nueve de la mañana -eso no implica que sean borrachos, sino que la cerveza es una bebida de orden social-comunitario-. Me presenté en mí portugués correcto en cuanto a su gramática, pero claramente foráneo en su acento, y les conté lo que estaba buscando. Independientemente del resultado de las elecciones, lo que estaba buscando era lo mismo que buscaba en la mañana de ese 7 de octubre: conocer el lugar de nacimiento de un presidente obrero que sacó a más de treinta millones de la pobreza. A veces dudo sobre si cargar de positivismo documentario este texto, pero me es necesario refrendar lo que digo, no con una entrevista a Lula o una estimación a groso modo, sino con algún dato concreto. Les dejo a pie de página un libro sobre el Programa Hambre Cero comenzado en 2003, ni bien llegó Lula al poder, y realizado por la FAO, que no se puede decir que sea Lulista, precisamente1.
En un primer momento se miraron entre ellos como sin entender. Me preguntaba a mí mismo si mi portugués, más allá del acento, habría empeorado en los últimos minutos. Se sonrieron entre ellos y uno me dijo que el que estaba enfrente mío era el primo de Lula.
A pesar de que Caetés es un municipio de 22222 habitantes -número más, número menos- no podía creer la suerte que tenía. Era como si la magia sebastianista que invade a Lula se desparramase por los miles de kilómetros que se extienden desde Curitiba hasta Pernambuco y coadyuvaran a hacer un poco de justicia en este mundo inclemente, una pizca de realismo mágico en mi viaje al deshidratado interior del nordeste. De todas las decenas de grupos a los que les podría haber preguntado sobre el lugar de la casa natal de Luiz Inácio, fui a dar con el grupo en el que estaba su primo; no sólo su primo, ¡sus primos! Por un instante pensé que me estaban cargando, hasta que uno de ellos me dijo que me llevaba con la moto hasta el lugar.
No podía creer la rapidez con que resolví el tema en el día indicado: el día en que Lula se encuentra engayolado y el pueblo define, en cierta manera, su destino. Pienso en él y pienso -como metáfora o como historia, pero no como incumbencia- en el hilo magistral que une a Lula con su lugar de nacimiento y el correlato que tiene con mi presencia aquí. Ese reflejo militante para que alguien como yo esté en este pueblo (él único cronista-escriba-periodista que está acá), tiene que ver con el carácter de irradiación que tiene Lula y que, lamentablemente según el resultado de las elecciones, no se traslada a Haddad porque sí.
A veces pienso que gran parte de este viaje tenía razón de ser en el hecho de estar el día de las elecciones en el lugar en el que nació un mito viviente de América Latina; el primer presidente obrero de la región y, acaso, del mundo. Claro que cuando pensé en venir hacia aquí, Lula aún estaba libre y había posibilidades de que fuese candidato. No lo podremos saber, pero intuyo que con él en la palestra habría sido otro cantar. A la luz de los hechos, no creo que no haya tenido razón de ser por el solo hecho de que Bolsonaro haya sacado más votos de lo esperado y esté a punto de convertirse en el primer presidente electo que se consagra con un discurso tan sincero -cuando hubo discurso- y una trayectoria tan limpia: siempre habló de su odio a los gays, de estar a favor de las armas en manos de cada brasileño, de su clasificación de las mujeres entre aquellas que merecen ser violadas y aquellas que no, de su menosprecio por los negros, a los cuales no considera útiles ni siquiera para procrear, de su amor por la bandera de Estados Unidos y, sobre todo, de acabar a sangre y fuego con todos los bandidos (letanía que repiten sus seguidores casi como un mantra) y que en su boca se transmuta en una operación que convierte a todo opositor en delincuente. Repito: no es un fascista clásico -aunque en sus convicciones quizás admire a Mussolini- es un pinochetista que tiene como gurú económico a Paulo Guedes, un ultraneoliberal de la escuela de Chicago que hace quedar a Milton Friedman, comparado con él, como el mismísimo espíritu de István Mészáros.
Bolsonaro es un emergente de la política y el representante del Brasil escravócrata que aún pervive en la sociedad; Bolsonaro es un jugador del juego de la democracia y un colmador de vacíos sin hablar. Pero, insisto, no creo que el viaje a cubrir las elecciones haya dejado de tener razón de ser: la razón de ser que me moviliza es creer en una política superior al que quiere imponer la media; es ser consecuente con la tozudez que pone los principios y valores sociales por sobre la irracionalidad o la tergiversación de la realidad con tal de ganar elecciones; es seguir insistiendo en que prefiero no elegir como presidente a un tipo que en lugar de la V de Perón Vuelve o la L de Lula Libre esboza un sintagma de dedos que representa a un revolver disparando, o a una ortopedia de brazos que semejan una Kalashnikov.
Con Bolsonaro obteniendo el 46 % de los votos sin hablar durante la campaña -habló antes… ¡y de qué manera!- yo insisto con terquedad en estar en el lugar de nacimiento de un candidato proscripto y que tampoco pudo hablar. Qué paradoja. Uno sin hablar voluntariamente cosechó votos; y el otro silenciado a la fuerza los fue perdiendo por no poder transferirlos. Acá en Caetés, es otra cosa, Haddad sacó el 82,73% de los votos, contra el 7,19 de Bolsonaro. Parece el paraíso desértico, el mar que se vuelve sertão y el sertão que se vuelve mar; el paraíso de un fósil que revive luego de millones de años de ser piedra y puede volver a coletear en agua salada, y no en tierra yerma; pero no lo es. Es solo un lugar en el que la gente tiene memoria de lo realizado por el PT y en el que el aura del líder sobrevuela cada conversación.
Me subí a la moto de Eliezeu, un primo segundo de Lula (su madre es prima hermana), y arrancamos por la ruta hacia la que debería ser La Meca del laburante. A los diez minutos de ruta de asfalto nos metimos por un camino secundario que se internaba entre polvo y Xique-xique, entre espinos y sequedad, entre favelas -las plantas que crecen en lo alto de los morros, y de allí el nombre de las villas brasileñas- y canudos -la planta de tallo hueco con la que los sertaneros hacían pipas, y no el pueblo que recibe su nombre de ellas y en el cual predico Antônio Conselheiro-, entre umbuzeiros promisorios de frutas y mandacarus promisorios de espinas, entre caminitos cada vez más pequeños y volátiles y esperanzas cada vez más fuertes como tales: como esperanzas.
Nos detuvimos en un punto en el que no veía ninguna casa, y Elizeu me dice que, desde ahí, hace más de sesenta años, partió Lula con su familia en un Pau de arara; en esos camiones antiguos de muelles desconsolados y quejosos que contaban con un solo banco de madera en el medio en el que se apiñaban los soñadores de camino al “paraíso” paulista. Si el lugar es desolado ahora, imaginen hace sesenta años. O quizás era igual de desolado, pero el agregado de la falta de comunicación y caminos lo hacía más lejano, más retirado del mundo. En un ciclo de programas sobre presidentes de Latinoamérica que conducía Daniel Filmus, en el programa sobre Lula, un familiar decía que en aquel momento irse a São Paulo era como la muerte: lo más probable era que nunca más vieran al pariente. En este caso no fue así porque Lula se transformó en presidente y todos fueron a su asunción. Luego, claro está, regresaron a sus casas. Todos siguen viviendo en el mismo lugar.
Cuando llegamos a la casa, una casa de adobe derruida que es réplica de la que existió en el mismo lugar, no pude dejar de experimentar un voltaje que yo mismo generé. El lugar es un lugar como cualquier otro de la región, pero el solo hecho de imaginar a un Lula niño saltando de aquí para allá, a ese benjamín de la familia despierto y solidario, lo transforma, lo dota de magia; casi que puedo verlo saliendo de esa casa para encaminarse al Palacio del Planalto. Los rastrojos y los senderos solo horadados por hormigas parecen colmarse de ese dejo que sólo tiene nombre en francés, ese laisse que queda sobre la arena cuando la marea se retira; la presencia de un Lula pibe dejó un dejo -como dice Quignard- que delata la presencia reciente del mar (Lula) sobre la arena (tierra), pero que ya no es; ese marrón un poco más oscuro del resto que nos hace saber que allí habitó una intención de agua salada milenaria; ese es el dejo, la impresión metafísica que percibo a mi alrededor; la huella del alma que aún palpita y puja por salir de la prisión en que se encuentra, lo logra y me interpela acá, a miles de kilómetros de su incierto encierro físico.
No nos quedamos más de diez minutos. Sacamos unas fotos, conversamos un poco con Elizeu y regresamos. Luego, todo el día esperé los resultados de las elecciones, como el país entero, y me desilusioné con el revés electoral, con la posibilidad de que Brasil sea un Brasil que no me gusta. Lo cierto, es que ese país existe, y tendrán que pasar muchos años para poder cambiar esa mentalidad, esa forma de querer al Brasil que implica que Bolsonaro sea un emergente proveniente de los mismos vacíos que ha dejado el PT, en cuanto a lo político, y Lula, por su encadenamiento, por su silenciamiento.
Pasaron días hasta que pude escribir las palabras que están leyendo. Los colores kirlian de uno de los seres más tiernos y consecuentes que pueden existir me habitó todos estos días y me conminó a convencerme de que el camino es el correcto, de saber que la perseverancia y la paciencia son el don del hombre proveniente del subsuelo de la patria nordestina, y que entre selenes desérticas, canciones de Luis Gonzaga y una nueva antropofagia aún por nacer, se encuentran las claves para sostenerse ante el vendaval conservador y superarlo como se superan los viajes largos, los viajes hacia un lugar que sólo existe en la esperanza; como un sueño lúcido sentado en un “pau de arara”, yendo hacia un mundo en el que el hambre es el equivalente a cero, en el que las tripas sólo son el recuerdo crujiente de un pasado difuso de una vez por todas..
Por Adrian Dubinsky
Las fotografías son del autor