En un escrito anterior[1] me pregunté por la posibilidad de encontrar nuevas poéticas populares que atestigüen un legado de felicidad donde volver a encontrarnos. Propuse entonces pensar esta pregunta desde el pasaje de un Estado-CEO a un Estado-deseo. Que es lo mismo que hablar de una felicidad popular traducida en políticas públicas. Alegría sin reparo en el gasto. Goce batailleano que poco tiene que ver con acumulación y mucho con ampliación de derechos. Encarnación comunitaria –organizada– en múltiples modos, plurales y difícilmente autoevidentes.
Sombra terrible la que se conjura, esa del Estado-deseo, del goce populista, de una felicidad henchida de barro y de carne curtida. Evocación que es anuncia antineoliberal: nunca más sanguijuelas en el Estado chupando la sangre de la gente humilde. La epopeya la traduzco usando líricas de Hernán Coronel, pero las voces se multiplican, se hacen coro y cuerpo colectivo. Por eso encaro ahora estas líneas, que imaginan una política feliz: de una escucha acompasada, con ritmo y sustancia.
Mito y tragedia
Hubo un canto indefinido e impreciso, proyección de deseo colectivo y consigna de resistencia. Se lo escuchó a fines de 2015, en una plaza que rezaba un “vamos a volver”. Religión profana y popular. Por eso al asumir la alianza Cambiemos erigió inmediatamente un relato propio que, anclado también bajo el concepto de una “vuelta”, pretendía invertir esa carga afectiva y emocional que se había sentido en Plaza de Mayo al despedir a Cristina el 10 de diciembre.
El macrismo inició de este modo su gestión nacional con su propio mito inaugural: “no volver al pasado” como condición para “volver al mundo” y así poder “volver a tener una economía normal”, articulación de figuras discursivas que remiten, respectivamente, a una concepción de la historia, de las relaciones exteriores y de la política económica argentina. El diagnóstico y la proyección derivaron, como sabemos, en una nueva crisis neoliberal y, como siempre ha sucedido, en una nueva tragedia para nuestros sectores populares. No alcanza la caracterización de “justicia poética” para describir el hecho de que el fin de ciclo cambiemita se realice al pedido de que un 40% grite “vamos a volver” (en una plaza versión Costa Salguero). Esos otros 40 puntos porcentuales, los de la pobreza que dejan, sumada a los millones de dólares de deuda –timbera– demuestran la irreductibilidad entre ambas plazas. Las mentadas “vueltas”, nos lo ha enseñado esa transfiguración martinfierrista cantada por Yupanqui, no cifran lo mismo: una denuncia las penas nuestras; la otra, defiende las vaquitas ajenas.
La programática que intentamos invita a pensar la tragedia como mito y a la felicidad del pueblo como su necesario reverso. Pero: ¿por qué comenzar por el mito? Primero, porque es sinónimo de una invocación. A veces, incluso, la de un Dios aterrador. ¿Adjetivación exagerada para hablar del neoliberalismo en Argentina? Quizás. Pero es cierto que la vida de derecha se ha instalado y se presume inevitable (la indicación proviene de Los espantos, de Silvia Schwarzböck), y esto supone un destino postdictatorial –escrito con sangre y terror– para los y las miserables de la tierra.
Toponimia ontológica. La historia trágica del pueblo argentino es la historia de las (des)figuraciones del desierto, aquella cuyo trazo cala profundo tanto en nuestros indios como en los cabecitas, con sus patas en la fuente, en la negrada que pide planes y AUH, en los pibes y las pibas gorreadxs, en villeras y villeros y en muchos y muchas más. Nunca se da vuelta la taba. La toponimia es otro modo de la grieta que da siempre a un mismo lado como ganador. Malditismo de nuestros bárbaros y nuestras bárbaras. Consigna única y nulificante para el desierto: “La barbarie está maldita y no quedarán en el desierto ni los despojos de sus muertos”. Sentencia que Estanislao Zeballos impregnó de inmutabilidad para decorar las paredes del Museo de Ciencias Naturales con cráneos de vencidos y vencidas. Y que acecha desde entonces a todas las encarnaciones de lo popular, las cuales comparten, de este modo, un plan de continuidad, un mismo deseo de una élite que es una y siempre la misma. Eterno retorno de la tragedia: marca corporal que surca nuestra memoria individual y colectiva, que intenta señalarnos como vidas desechables. La memoria que se asume subalterna es aquella que repone dramáticamente el pesar que esconde la fiesta de los “salvajes unitarios” de ayer (en el Salón) y de hoy (en Costa Salguero). Y por eso exige una actitud sin concesiones frente a berretines de autoconvencimiento indulgente.
El sueño de la razón neoliberal produce vidas descorazonadas
Volvamos a nuestra pregunta. ¿Por qué encarar la felicidad del pueblo hablando de una tragedia? Porque la tragedia puede ser un instrumento conceptual para pensar la política. Para iluminar lo que sigue voy a ceñirme al muy buen libro de Eduardo Rinesi editado por Caterva hace tan sólo unos meses: Restos y desechos. El estatuto de lo residual en la política. Hay algo muy valioso y potente en las tragedias –las de Shakespeare son las principales elegidas por el ensayista: “Hay tragedia, en efecto, porque hay conflicto, que es la razón por la que hay, también, política”.
Lógicas de la miseria planificada. Algunas de las consecuencias de las políticas económicas que se impulsaron durante la dictadura y que hoy vemos nuevamente reflejadas en los barrios es que los sectores populares han sido “brutalmente miserabilizados y marginalizados, arrojados, en efecto, a los márgenes de la vida en común, desplazados, desidentificados, vueltos puras sobras, despojos o detritus”. Ese continuuum se expresa en el libro de Rinesi mediante una lógica de restos, que se resume como sigue: “aquello que se ha perdido en el pasado pero que, sin embargo, no deja de volver sobre nosotros, espectralmente, diríamos” y que impide –impidió– la realización plena del sentido único –postdictatorial, como hemos dicho siguiendo a Schwarzböck– de ese mito inaugural macrista. Al mismo tiempo, y complementaria a esa primera lógica, una segunda, la de los desechos: la tragedia neoliberal deja un tendal de “hombres des-hechos y desechables”, vidas humanas bajo sospecha permanente, arrojadas a habitar las ruinas de las cartografías políticas del descarte. En otro registro, políticas “desertificantes”.
Esas dos lógicas de la tragedia popular de la argentina postdictatorial –es decir, todavía neoliberal, insistamos en este punto– “son dos rostros –hacemos nuestras las palabras de Rinesi–, dos caras, de un mismo dolor por el mundo y por los hombres. En efecto, no nos aflige, por un lado, la pérdida de las vidas y los sueños derrotados de nuestros mayores, cuyos fantasmas, por eso mismo, no dejan de seguir asaltándonos en el presente, y, por otro lado, la destrucción de las vidas y los sueños des-hechos de nuestros contemporáneos como consecuencia en el presente de las políticas impulsadas por esa fuerza destructora de vidas y de sueños del pasado. No: ambas cosas nos afligen, nos duelen, al mismo tiempo”.
Ese dolor hecho carne es lo que permite que encaremos la pregunta por la felicidad popular desde la tragedia neoliberal. Se trata de su justo e irredento reverso. Porque para el chetaje que sanguijuelea el Estado, digámoslo ahora sin vueltas ni eufemismos, somos subjetividades marginalizadas, y por eso su vocación es des-echarnos. Sombras que apenas se vislumbran al costado del camino meritocrático.
Por eso: hay que reponer la fiesta popular. Porque en ella se juega la felicidad, como resto que impide la realización plena y sin manchas del sueño trágico neoliberal en nuestro país. Si somos las pesadillas que azotan la liberalización caníbal, entonces contaminemos el sueño de lxs descorazonadxs.
La felicidad como política de una escucha amiguera
Eduardo Rinesi juega derrideanamente con ese grito al fantasma del padre que realiza Hamlet: “Rest! Rest!” (¡Descansa!) para afirmar que la resistencia-restante deviene insistencia y un no descansar. Es que el deCEO postdictatorial es el del descanso eterno de la lucha por una vida emancipada.
Siguiendo esta idea, en la lógica del resto se juega una dimensión temporal que permite que la felicidad popular pueda ser pensada a partir de esa “vuelta” fantasmal, que siempre está acechando el sueño totalizante de una vida de derecha. La clave que habilita esta torsión es que en tanto resto “su sino –las palabras son nuevamente de Rinesi–, su designio, es volver, es estar siempre volviendo” (p. 31).
Lo que vuelve, lo que importa que vuelva, es la felicidad. La idea de que los tiempos felices siempre están volviendo debe leerse en tiempo presente, sin sospechas: acusa tanto un pasado trágico como una promesa futura de justicia que no descansa. Porque somos lxs que no pudieron matar, y elegimos el tiempo antes que la sangre. Porque se persevera y se vuelve, aunque los anuncios de muerte se acumulen. Conatus spiniziano-peronista.
Junto a esta dimensión temporal –lógica restante de nuestra felicidad–, Rinesi desarrolla la que denomina una lógica del desecho, “con la que podemos pensar la no coincidencia consigo, no del tiempo histórico, sino del espacio social”, y que refiere a la “la imposible adecuación entre las distintas partes que integran el todo de la vida de cualquier sociedad”. Desecho es el excedente arrojado: somos des-echados, algo “que queda” marginado, al costado del camino. Se trata del modo en que se espacializa la restancia de los sectores populares que quieren hacerse con su felicidad gozosa.
Ahora bien, cabe a quienes son des-echadxs el poder denunciar el mito emprendedorista del “todos podemos tener oportunidades”. Se denuncia porque no es cierto, porque no todxs tienen su parte en el reparto de los despojos postdictatoriales. Y porque no todxs optamos por ser sanguijuelas. La felicidad es reparación y se hace (su) espacio, es decir, se esfuerza por ser visibilizada. Y en ese visibilizarse, se hace escuchar. El pueblo siempre está volviendo para ser escuchado.
La escucha es el modo de velar que hemos erigido frente al deCEO de una élite que quiere que restemos, que descansemos, que nos apaguemos y ahoguemos nuestra voz, que cerremos los ojos y, finalmente, huyamos a la vida consumista que nos consume.
¿Hay un sonido particular, una canción, una música de esa restancia popular? Por lo pronto, la pregunta nos exige una escucha atenta, un oído para esas “voces que nos llegan del mundo espectral –la referencia es nuevamente Rinesi-derrideana– de quienes han sido sacados del camino”. Por eso, por lxs compañerxs des-echadxs, es que se canta. La cumbia villera alzó su voz en los ’90 y en el 2001. Y es una cumbia la que invadió en 2015 las calles de la ciudad neoliberal argentina por antonomasia, autónoma ella, al grito de “Macri ya fue”.
La cumbia y el baile en las calles fue uno de los modos de la felicidad, entendida como esa fiesta armada gracias a la universalización de los cuerpos gozosos de un nosotrxs inclusivo y plural. Le cabe, en fin, a un Estado-deseo escuchar las voces y hacerles lugar, para que lxs chetxs dejen de ser lxs únicos privilegiadxs, para que gocemos todos, todos, todes. Cimiento ético de la felicidad popular: exige convicción, exige amor por lxs otrxs, y lo exige en tiempo presente. No proyecta sacrificio. Ya hemos sufrido bastante, nos dice la felicidad que alza su voz, canta y manijea moviendo el cuerpo en la agonía de la tragedia neoliberal.
Evita iluminada
¿Qué es esta felicidad popular que estamos imaginando? Una persistencia que se expresa bajo dos lógicas, una del resto y la temporalidad, dijimos (y que canta). La otra, la de nuestro no-querer-ser-desechados, es la de una espacialidad que es en común. Tensión que conjuga un cuestionamiento ante la naturalización de la desigualdad y en la cual se abre, como hemos visto, la posibilidad de un hacernos responsables, y de danzar, cantar y militar bajo la promesa y los sueños de una vida feliz.
Hay una imagen que nos brindó la militancia sindical hace tan sólo semanas y que señala, como pocas, esa promesa de una patria feliz, libre, justa y soberana. La traduzco en una última pregunta, para dirigir estas líneas finales: ¿por qué fue tan efectiva/afectiva la aventura de “contrainteligencia” –realizada por delegadxs de UPCN– para iluminar el mural de Eva Perón instalado en la fachada norte del Ministerio de Desarrollo Social y Salud, aquella inmensa noche de Elecciones generales?
Dijimos que “resto” y “desecho” eran dos modos de designar la lógica de una vuelta. La que volvió una noche fue Evita, iluminada para señalar los años de invisibilización e injusticia de la alianza Cambiemos. Étienne Tassin ha escrito que: “la dimensión fenoménica de la política democrática deja siempre aparecer las huellas que testimonian la injusticia sufrida y el sufrimiento padecido. Un visible aboga a favor de los invisibles” (seguimos la cita y el hilo, una vez más, del ensayo de Eduardo Rinesi). Al iluminar un mural se visibilizó no sólo el legado peronista sino, especialmente, el esfuerzo político de la alianza Cambiemos por llevar adelante una política de la desmemoria popular.
Comunidad organizada versus fiesta de unxs pocxs. Por eso importa la imagen. Y por eso Evita iluminada es símbolo y afrenta ante el mito descarnado inaugurado en diciembre de 2015 para arrasar con todo (y todxs). Resto maldecido, es verdad, por tener la virtud de ser efigie conjurada de una justicia por-venir. Historización de una felicidad popular edificada que fue, es y será objeto de una querella y que exige, por ello mismo, su mantenimiento como faro popular en las noches de la 9 de Julio. Para que sea disputa de sentidos. Para que todos, todas, todes tengan su parte, su lugar en la felicidad colectiva que se abre en esa, la Avenida más ancha del mundo. Evita ilumina(da). Para que los restos de la castración del goce que sufrimos sea de ahora en más un mal sueño.
Gustavo Ignacio Míguez
Docente de filosofía
[1] https://relampagos.net/2019/07/06/retoricas-de-una-vagancia-enamorada.
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