La idea de pensar un ser comunal es una tarea que no es fácil de encarar. Nos daría mas ánimo si la proyectamos como un deseo futuro y vinculado a las grandes utopías que casi siempre requieren un reclamo territorial. Como las islas utópicas del pensamiento barroco o del pensamiento renacentista o por el renacimiento revolucionario del siglo XX que ocurre en una notoria isla del caribe. La apoyatura de un ser, para que éste no sea unívoco, y sea indestructible por la crítica, supone un ser que se piensa de modo tal de constituirse a través de puntos de fuga, de superposiciones de tiempo, entre pasado, presente, futuro, de interconexiones de situaciones contradictorias entre sí. Se compone por su capacidad de reconocerse también en su nada. Alguien dirá: nos invitan a pensar el poderío y la fuerza que tiene una comuna, en su ser, y se habla de la nada. Pero no es así como se deben pensar las cosas. La idea de pensar el ser es absolutamente indivisible del pensamiento sobre lo mas grande del ser, lo mas trágico y elocuente del ser, que es su capacidad interna de incluir lo inesperado, de abrirse a lo nuevo, con el peligro de suponer que está repitiendo las cosas.

Un comuna es una figura política muy antigua. No debe haber época que ésta palabra no haya estado presente. Es por eso que debe alegrarnos estar sobre este empedrado de la calle Zelaya, en el Abasto. Esta charla pudo haber ocurrido en los suburbios de Roma, en el centro de Roma, en el siglo I. O pudo haber ocurrido en Atenas. O pudo haber ocurrido en cualquiera de las comunas medievales que formaban parte de los feudos. De hecho los feudos admitían comunas y permitían propiedad colectiva de la tierra, los «alodios». Por eso las teorías revolucionarias del siglo XIX tuvieron un lindo problema. Ya que en el pasaje a formas superiores de vida, en este caso vinculadas al llamado socialismo, tenían que estar adelante o retomar experiencias que estaban en el pasado. Porque el pasado que solemos condenar, el de la sociedad feudal, es el de una sociedad con vasallaje a cambio de protección. Los historiadores lo llaman el sistema de vasallaje con protección, o vasayático beneficiario (a algunos historiadores les gusta complicar el lenguaje, yo mismo podría ser ahora uno de ellos) Como lo llamaba una profesora de la «comuna» de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en Viamonte al 400. Esto nos permite dar cuenta que la palabra comuna invita a un deseo, el de no pertenecer a un vasallaje. Aunque en la actualidad sí pertenecen a un vasallaje (aunque se llamen comunas), en este caso vinculadas a un sistema administrativo de escasa autonomía y sin financiamiento propio. Y que al mismo tiempo atraviesan barrios que tienen historias diferentes que han sido ya absorbidas por la gran metrópolis. La ciudad de Buenos Aires, como una cosmopolis que absorbió historias particulares.

Por lo tanto el sentimiento comunal hoy es un sentimiento difícil. Porque la comuna, sus fundamentos, son los conflictos, no el deseo agregativo de anular todo aquello que intenta anular los conflictos. Sino la comuna sería una forma política basada en la astucia y el disimulo. Esta es la forma del país que tuvo el macrismo: la peor forma de pensar una comuna. Con jardincitos parecidos a esos alodios medievales, donde todos tienen una igualdad dada por la cédula de identidad o la partida de casamiento. Es decir, el modo comunal que hoy se desarrolla en la ciudad de Buenos Aires, es un modo que no pasa de un simulacro de lo que debería ser la capacidad, la energía y los sentimientos más profundos de la vida barrial. Para articular formas mucho más complejas de la ciudad, que es el mundo urbano que tiene que convivir con innumerables modos de vida.

El mundo urbano es aquel que debe articular innumerables modos de vida, que hacen que se deba convivir con barrios artificiales, como hoy es Palermo. Que es un barrio artificial aunque asentado sobre tierras y procesos históricos, sobre arroyos taponados por avenidas y memorias poéticas que lo hacen muy complejo. Sin embargo tenemos allí negocios que se llaman «Le pen cotidianne» y otros, expresando una poética ficticia. Sin embargo allí nació uno de los grandes poetas argentinos, no solo Evaristo Carriego, sino también Borges. De modo que la ciudad se expresa a través de mutaciones donde la comuna parecería no tener lugar. Porque si viniera un sociólogo acá hablaría de las mutaciones del valor de la tierra comunal, y así hablaríamos de la plusvalía inmobiliaria, si quisiéramos utilizar ese concepto. Hablaríamos de la renta inmobiliaria y de la distribución de la renta inmobiliaria, que hacen las compañías inmobiliarias, poderosos que definen trazas urbanas, que definen el modo habitacional, que definen el modo en el que la gente debe vivir. Incluso una definición de cómo la gente debe moverse que hoy no pertenece a las comunas.

Cuestiones de las comunas en tanto recobrasen su autonomía. Siendo esta autonomía: territorial, cultural y simbólica, porque toda línea de edificación en la ciudad argentina es heterogénea (aquí veo, las molduras de las paredes de las casas de Zelaya), se mezcla la construcción rápida del vecino, que no tenía cómo arreglar su casa, con las supervivencias en este caso de los años 10 o los años 20 del principio del siglo XX. Es decir, qué hacer con eso. Primero: tolerar esa heterogeneidad en la línea de edificación. Segundo: proteger los tesoros. Tercero: que esa protección no sea fanática. Y cuarto: que cuando se requiera una modificación no venga un diseñador que agregue mayor abstracción, ya que por más que nos llamemos comunas, viviríamos en tal caso en un lugar abstracto que diseñaría nuestra propia vejez. Porque los diseñadores son hijos de una melancolía. No se los puede acusar de modernismo estúpido. Cuando diseñan, diseñan algo artificioso, pero como diseñan melancolía, a ciertos bares, a ciertas esquinas las ponen viejas, las hacen parecer más viejas de lo que son. De repente estamos en Palermo tomando cerveza artesanal en un bar del siglo XII en la república Argentina, cuando eso no pudo existir. Es decir, se crean antigüedades. Debemos evitar que en la identidad comunal haya operaciones ficticias en torno a la identidad.

La identidad generalmente la asociamos a la autenticidad, pero no es fácil saber qué es lo auténtico. La filosofía de la autenticidad en una ciudad puede llevar a un fanatismo muy discutible, porque no sabemos efectivamente si el bar Tortoni es el lugar de nuestra autenticidad. Aunque es verdad que el Tortoni es de 1850. Y por lo menos tuvo 5 refacciones. Y es cierto que el Cabildo es de 1810 pero tuvo 20 refacciones. Entonces ahí tenemos un problema de profundo interés. Que es el profundo interés que tienen todos los problemas filosóficos antiguos. La identidad no es más que la mantención dificultosa de ciertas ruinas que se reparan periódicamente, pero que mantienen el hilo de un nombre, que permite desesperadamente imaginar que hay algo como una identidad como en el barco de Aristoteles, donde se le cambian todas las piezas a lo largo de 20 años y ya no es el mismo, pero se lo sigue llamando del mismo modo. Es el mismo porque aunque tiene todas las piezas, aunque cambiadas, y manteniendo la misma forma. Y la dadivosidad que todos tenemos permite imaginar que detrás de la mantención de la misma forma está la mantención del mismo contenido. Si dividimos la realidad entre forma y contenido, lo que es fácil, pero que no siempre resuelve los problemas.

Entonces, el cuidado de cada barrio es un problema político. Su autonomía a su vez se da en un marco de co-autonomías. Pero la cuidad no puede ser una suma de comunas autónomas. Ya que la ciudad como totalidad, como unidad, supera a la suma de sus comunas. Aunque si las comunas fueran más autónomas estarían en condiciones de hacer primero algo que hacen todo los museólogos, que es tener una política de protección patrimonial. Pero esa política no puede ser conducida por expertos de la UNESCO, y lo digo con todo respeto. Tiene que ser ejercida por el propio ser vecinal, la propia comuna. Por tanto el ser vecinal se nos aproxima a cierta operatividad política. De toma de decisiones que no hacen una suma de vecinos bien intencionados que se llevan bien entre sí. Porque por otro lado, está demostrado en nuestra propia vida vecinal, que no hay nada peor que llevarse mal por 20 años con el mismo vecino. Esto hace infernal la vida en los barrios. Así como todo gran psicólogo y todo estudioso de estos temas, ve en las pequeñas asociaciones mucho más problemas de los que imaginamos, y ve cosas siniestras en cosas que parecen apacibles, formuladas en términos sentimentales. El barrio como comunidad se funda en la famosa frase de Aníbal Troilo: cuando me fui (del barrio) si siempre estoy llegando. Frase genial porque dice dos cosas al mismo tiempo. Que se fue y que nunca se fue. Que vuelve y que nunca vuelve. Ese es el modelo de identidad que podríamos asumir. Cómo que me fui, si tengo el deseo de no irme nunca. Pero de hecho uno se va.

Cuántos nacieron aquí, en ésta ciudad. El memorioso hace falta, pero también el trashumante. Este no es menos importante que aquel. Sino el memorioso a quien va a contarle una historia. El trashumante es el que desafía al memorioso a no fastidiarnos todos los días contándonos la misma historia, que es lo que suele pasar con los grandes memoriosos. Los trashumantes son los poros de la vida barrial una vida absolutamente indispensable desde el punto de vista de la circulación política. Se podrían decir muchas cosas sobre el habitar y el circular. El habitar es complejo porque la vecindad es compleja. Por eso la representación política debe trabajar sobre ese conflicto. Debe instalar una voz sobre cómo el conflicto se procesa. No para hacerlo desaparecer sino para enriquecernos espiritualmente frente al conflicto. Y eso sería el habitar. Y el habitar es un arte que no sabemos que poseemos. Es lo que pasa en el domicilio. Sabemos lo que es habitar. Sabemos que en el domicilio emergen cuestiones que refieren al ser mismo. Porque si el ser sale de algún lado, sale del domicilio. Así como el Oykos era la economía, el Domus es el lugar donde habitamos y el Locus nuestra localidad. Nada de éstas cosas que estamos haciendo nosotros hoy, la dejaron de hacer miles de generaciones antes de nosotros. Si eso no es emocionante, no sé lo que es emocionante. Sentados en la calle, además, donde tendrían que pasar coches. Esa interrupción del tráfico, de la circulación es fundamental en una ciudad. Yo definiría al macrismo como una especie de apología fetichista de la circulación. Plasmada en el concepto del «cambiamos la forma de moverte». Eso implica una brutalidad respecto del conocimiento, respecto a la vida de las personas. Respecto a la forma de la libertad que da la ciudad. Porque si existen las ciudades como las conocemos es porque de algún modo atravesaron las dificultades del mundo feudal, anteriormente citado, el mundo vasayático beneficiario. En beneficio de la protección, pero al mismo tiempo, el vasallaje. Tema que luego las mafias tomaron para su refinadísimo sistema, tal el de las mafias que existen hoy en la ciudad. Las que ofrecen el beneficio de la protección pero de la misma amenazan que ejercen. Por eso no desaparecen fácilmente. Es complejo y sofisticado su accionar. Y están en todos los lugares, en todos los barrios. Protegen del mismo peligro que ellas ejercen. Entonces eso también es la vida familiar, la vida barrial. Desanudar y entrar en el submundo de esa cuestión familiar, barrial. Cómo se establece el conflicto del Domus (el domicilio) en el OOykos, es decir en la economía familiar. La que a veces los economistas confunden, equivocándose, diciendo, que es la misma (economía) que la del estado. Y la de nuestros movimientos, que es la capacidad de cambiar de localidad a través del sistema urbano de transporte.

Evidentemente cuando se dice ciudad dormitorio. Como Lanús o Lomas de Zamora, se dice algo muy terrible. No se dice de Villa Crespo o de San Cristóbal o de Montserrat que son todos nombres viejos de la ciudad, como Balvanera, o acá, Abasto. Este barrio tiene el nombre de un movimiento que es el de la provisión de frutas y alimentos. Y el gran síntoma de la mutación de este barrio es la conversión de un mercado de frutos de la tierra en un shopping. Es decir, lo que se muestra, se exhibe, para la venta. El cambio fue brutal y ocurrió en los años 80. Años cruciales para la ciudad, cuando entraron todos los cambios de nombres de lo que hacíamos, los cambios de nombres de los negocios donde comprábamos cosas, los cambios de nombres de las mercancías que consumimos, las grandes publicidades tal como las vemos en la televisión. Algunas parecen ingenuas pero nos aturden todo el día. Pero al mismo tiempo hay otras que no son reiterativas, que establecen situaciones de amor a la mercancía. Las propagandas de automóviles, de vacaciones. El mundo publicitario, los barrios, de alguna manera lo resisten, porque tienen sus propios cartelitos, sus propias formas de protección. Ésta, de hecho, es una cortada. Que qué corta: el gran tráfico. Corta el pasaje entre dos calles. Desde el punto de vista de la distancia, ese pasaje, Zelaya, es revolucionario. Por qué digo esto, para terminar, hay que fijarse qué hace el gobierno macrista, y por qué de algún modo ha triunfado. Porque logró establecer que es bueno que alguien nos cambie la forma de movernos. Pero movernos es tanto caminar como bailar, como viajar en sube, como pensar. Si uno se fija en los grandes filósofos, pensaron caminando. Moverse es más bien un acto filosófico. Y eso no sería competencia de un gobierno sino hubieran removido todas las formas de circulación que tienen las vías de una ciudad. Que son fuertemente amenazadoras respecto a la lengua de una ciudad. Porque qué es un ser comunal, sino una forma de hablar de una identidad cambiante. Que cuando hablamos tal identidad ya no es la misma, pero es tan parecida que volvemos a hablar de ella. La identidad es la que juega con nosotros. Por eso no la perdemos, pero no es exactamente todo lo que creemos de ella. Es un juego que hacemos con lo que creemos ser. Eso es lo que nos da fuerza, no lo que nos debilita.

A la construcción de los grandes puentes ferroviarios, felicitaciones; al ahorrarse seis barreras, felicitaciones; al ahorrarse quince minutos de viaje, felicitaciones; al paseo del Bajo, desenredando el nudo de tráfico de Retiro, felicitaciones; a las florcitas que ponen en los puentes sobre el ferrocarril, como en la calle Bulnes, y todos esos puentes que tienen florcitas artificiales, felicitaciones. En todo esto hay un intento apariencial de hacer de esta ciudad una ciudad feliz cuando no es feliz. A esta ciudad le falta pensar en los que están peor; le falta reconstruir la vida de millones de personas que viven en esta ciudad; le falta tener una visión de lo que es alimentar, procrear, de lo que es convivir, de lo que es la felicidad comunitaria; le falta también pensar en cómo redistribuir la renta urbana; le falta aprender a decir ecología de una manera no falsificadora. Todo el pretexto de la especulación inmobiliaria es porque vamos a estar dos metros cuadrados más ecológicos, de un verde que tiene dos centímetros de un pasto artificial. Como las flores que tapan los grandes puentes ferroviarios del Sarmiento, son joyas arquitectónicas del siglo XIX.

¿Por qué se los tapa con artificiosidad de horticultor macrista?

Una nueva perspectiva urbana debe considerar a la comuna como una polis, es decir, como un auto gobierno de los ciudadanos. Un vecino que es verdaderamente tal no deja de ser ciudadano por su carácter de vecino. Pero en un viaje a las siete de la tarde en el subte, sí deja de serlo. Se convierte en un viajante en subte. También lo pierde cuando viaja por los puentes elevados, cuando la ciudad se invade de automóviles. Son todos núcleos de las crisis urbanas en todo el mundo. Hay que pensar de una manera libertaria la intervención política, por eso hablo de polis. Y de paso digo, que la policía, dado que comparte el nombre con la ciudad, es la encargada del orden urbano. Y ésta es la peor policía del mundo, incluso peor que la Federal. Tiene instrucciones de usar las armas de una manera inmediata y además piensan sobre la base de armamentos. Es decir, hay una filosofía Taser en el gobierno de esta ciudad. Un armamento inventado con una sofisticación siniestra: no te mata, te duerme, pero como en la frase de Shakespeare: dormir, soñar, morir; (la pistola Taser) te duerme de una manera parecida a la muerte. Todos estos temas son claves para pensar vecinalmente. Cuando el vecino piensa en eso se hace mucho más que vecino. Se hace el vecino crítico del ser comunal.

Por último, uno no va ser tan obtuso de decir que se viaja peor. Toda ciudad, como dijeron grandes filósofos del pensamiento urbano, es una reproducción colectiva de servicios, entre los que se encuentra el traslado. Pero lo que hay que decir es que el que quiere cambiar las formas de movimiento quiere cambiar las formas de vida para disciplinarlas a un mecanismo: abjurando de la ciudad renacentista, la ciudad libertaria, la de los socialistas, la del peronismo, la de los radicales de los años 20. Cuando decimos somos libres, es porque podemos movernos libremente. Lo que producen estos cambios en las formas de movernos es apresarnos a ciertos circuitos, de un modo tal que nos hicieron sumisos a un trayecto. Que es el trayecto que traza la nueva burocracia urbana que dirige la ciudad. Por eso era tan importante que las plataformas de los candidatos que se presentan en la Ciudad tuvieran en cuenta estos problemas. Esa sería la forma en que la ciudad de Buenos Aires vuelva a recuperar su autonomía. No es sólo una ciudad a espaldas al río, es una ciudad a espaldas a la Argentina. Por eso, la forma de organización territorial es una forma despótica, coercitiva, autoritaria. Hace a los gobernantes carentes de toda capacidad de hablar con franqueza. Si nos dicen sos libre, nos sentimos serviles. Si nos dicen podés circular libremente, en realidad nos cambiaron la forma de circular para hacerla más coercitiva. Si nos dicen podés ir a tomar una cerveza fabricada instantáneamente para vos, y te preguntamos el nombre para servirte la cerveza. Si nos dicen que viajando en Uber te devolvemos el bolso que te olvidaste en el asiento trasero del automóvil. Todas esas formas de felicidad son formas coercitivas que las grandes metrópolis contemporáneas traducen de la circulación financiera y de toda clase de mercancía. Por eso, el Paseo del Bajo existe para la circulación de mercancías y lo llaman Paseo, como las flores con las que tapan los hermosos puentes ferroviarios. El pasado que oxida a las cosas las hace hermosas también.

Ojalá que las políticas populares en Argentina recuperen éstas cuestiones y se discutan en reuniones, ágoras, como éstas. No casualmente dije que éste era un tema antiguo, porque el ágora es el espacio público específico de la vieja civilización a la que pertenecemos. Seremos latinoamericanos, argentinos, bailaremos el tango, pero hay una vieja civilización que nos baña, un extraño perfume que viene de lejos. Es el ágora el lugar donde se siente cierta libertad. Por eso, hoy, al hablar así, uno lo puede hacer porque siente ese aire de libertad que siempre tuvieron las ciudades, aunque se las gobierne de la manera más pavorosa, como es el caso de Buenos Aires, sin embargo siempre tiene ese aire de libertad que la recorre y que ésta asamblea hoy está representando y encarnando.

Horacio González

Fotografía: M.A.F.I.A.

Desgrabación de las palabras del autor en el marco del Primer Encuentro de Pensamiento Crítico Comunal “Que es el Ser Comunal”