Nuestro miedo helará este invierno creo,
sopla un viento frío en la ciudad.
Redonditos de Ricota
Psicodélica star de la mística de los pobres,
de misterio, de amor, de dinero y soledad.
Fito Paez
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El Coronavirus modifica muchas cosas. Otras tantas no. Entre éstas últimas la concepción para el discurso dominante mediático del “conurbano”. El conurbano, así nombrado, refiere a una totalidad, una aglomeración tan indistinguible, igualada como inexistente. Estigmatizadora. Una totalidad siempre acuciante, sospechosa, inminente. Todo allí está por suceder. Y para la verba hegemónica, siempre será algo peligroso, caótico, a controlar. Algo que la pandemia, viene a fortalecer y sintomatizar. No solo el coronavirus se esparce en el conurbano, sino que para los medios este es (siempre fue) la coronación de lo envirulado, de la peste.
Si el virus nos iguala, tal se enuncia de modo insistente desde las cadenas noticiosas, cuál es el modo en el que tal igualación se expresa, conurbanamente. La construcción del miedo es históricamente una de las funciones de la política. Aunque ésta pueda ir virando, la del imaginario “mediático ciudadano” se mantiene bastante más estanca y funcional. Adentro, en la ciudad, en la urbe, los civilizados (los que hacen, inventaron los ¨medios¨, por tanto, a quienes ellos le hablan) Afuera el suburbio, el conurba, y allí la peste, los (siempre) apestados, el miedo (a ellos).
Una nota de La Nación de estos días nos lo refresca, adelantando lo por-venir, lo ya entre nosotros, una política (en principio) de la palabra. Se intitula “Cuarentena en el conurbano: entre el temor y los preparativos para el escenario más duro”. Un perfecto mapa de la estigmatización. Y si bien es difícil esperar otra cosa desde allí, nos sirvió para pensar, en conjunto, seguir haciéndolo, por lo que transcribimos aquí una serie de intercambios, que exceden claro está lo allí dicho. Pero como sostenía uno, que los leía y subrayaba cotidianamente, hay que leer al enemigo, ya que allí se cuece el sentido común que luego se esparcirá y terminará reproducido, introyectado por el mismo que fue estigmatizado en el discurso del miedo. Hasta tener miedo de sí. Hasta que no.
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En estos días y los venideros nos toca enfrentar una de las peores crisis de la historia. Pero poder definir a aquellxs que serán los más afectados, nombrarlos, poder determinar de qué son capaces y de que ya no; poder dar cuenta de sus armas, sus formas, las que forjaron en las (siempre) malas y las peores, es fundamental para un accionar de cuidados, prevenciones y curaciones (físicas, y no solo). Cuatro años de un brutal cercenamiento de derechos y una derrota (también) cultural, de significantes y subjetividades, es decir, de lo que da sentido a nuestra vida, a la vida en comunidad, al bien colectivo, la ampliación de derechos, no pasaron en vano, siguen aun entre nosotros. En estos cuatro últimos años la batalla, la disputa cultural ha favorecido al individualismo: subjetividad rancio, maliciosa, sin ninguna empatía y a un millón de años luz de la solidaridad entendida como correr la misma suerte del otro. O como una expresión externa, lejana, como la de lavar culpas con lo que te sobra, o lo que nunca te atreverías a compartir. Cuatro años en los que crudamente estuvimos y quedamos en absoluta desventaja.
En estos días, el brutal exceso de información, de noticias falsas que buscan (a veces sin buscar) generar miedo, es sistemático y constante. Poniendo en evidencia esa explicita ventaja que los rancios engendraron con su big data. “El virus de los chetos”, se mete (también) como un nuevo mote, en la dialéctica del cotidiano, del natural, en la cuarentena de los barrios del conurbano. La Nación habla de un temor (también del mote cheto, que entrecomilla), pero no tiene la valentía de decirlo, es el temor a que todos sus significantes estén en discusión o siendo interpelados, “gato del plan”, “mama luchona”, “planero”, “los docentes se la pasan de vacaciones”, “el estado es un gasto”, la investigación científica también, “la salud debe ser privada”. Pero de repente el discurso pro-Estado retorna al deseo de los rancios vueltos necesidad y urgencia (¨que-re-mos volver¨) y es expresado por bocas inesperadas, siempre exigentes (primero yo).
Y mientras se anuncia el arribo de lo peor, el acatamiento, en el territorio, si bien costoso, es alto. Las medias tintas son abjuradas por el estigma. Un grupo de personas se organiza para seguir asistiendo alimentariamente, a las personas que lo necesitan para un territorio ¨trucho y desvencijado¨, en esa cruz conurbana que es de Pacheco a La Paternal, de Dock sud a Tres de febrero. El territorio da muestras de responsabilidad, aun sabiendo que una enorme cantidad de gente se verá afectada en sus ingresos diarios. Lejos de romantizar y banalizar la cuarentena, la preocupación en los barrios es el sustento alimentario. Seguramente en los medios llenaran páginas y horas enteras con contenidos de gente desobediente, que no es ni por lejos la mayoría. En La Nación, el conurbano es (siempre fue) caótico, violento, de mal gusto. Un territorio lejano, por lo inconmensurable, incomprensible, y distante. Donde en estos días, el valor de un abrazo, de un beso, de un gesto de cariño cobrará un valor sin igual. La ronda compartida de mate, de cerveza, del vino con Coca, en una botella cortada, de un Fernet 70/30, serán un bien que extrañaremos de sobremanera. Así como el fulbito de la semana, el ensayo con la banda, la reunión de producción, la juntada con las pibas, la asamblea de la orga.
Una consideración general, expresión de una diferencia estructural, acude inclusa a la justificación ingrata del “pobrecito”. Así, el discurso conurbafóbico, se convierte en un escenario cómodo para la amplificación del temor. Pero el mismo no puede esconder la dialéctica de la interpelación y puesta en discusión de estas construcciones discursivas, las preferidas de truchos y desvencijados (ellos).
Ya que el Conurbano es el Virus. Siempre lo fue. Incluso «el» virus de la política y el sentido común mediático argentino. Lo que puede infectarlo todo. El que puede esparcirse, e incontrable, tomar al cuerpo «sano» de la sociedad. Es (sigue siendo, como la «subversión») el enemigo invisible, acechante, en la frontera, la invasión silenciosa, pero de hipervisiblidad (cliche y) quilombera.
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Y al «peligroso», al «sospechoso», se le adosa el «pobrecito», como otro modo de quitar la voz, los derechos. Incluso los de encontrar formas propias de paliar las dificultades.
«Quedarte en casa» es la frase. El hashtag. Lo incuestionable. Y de hecho es así. Es el modo para que el virus no avance. No mate, o lo haga en proporciones menores, controlables. Es así, en la urbe. Pero qué sucede cuando tal frase es impracticable. Cuando no hay casa, o cuando es imposible quedarse en ella, no solo porque el sustento diario escasea sino porque la propia casa es «foco infeccioso» (por condiciones sanitarias, hacinamiento) Ante ello, la «casa» puede ser el barrio, la calle, la esquina. Formas de cuidado y solidaridades otras. De posibilidades y problemas que ya existían (dengues, tuberculosis, Macri lo hizo), pero que ahora, la pandemia, no solo visibiliza sino que agudiza. Problemas que así todo no son así enunciados por el periodista que indignado llama irresponsables, ignorantes, por un lado a los que efectivamente lo son (urbe dependientes) y que circulan por rutas o en yates o con mucamas en el baúl de su auto o volvieron del exterior y se cagan en la cuarentena (los chetos no piden permiso). Pero a los de la barriada qué les dice. A ellos nada. No se habla para ellos. Se habla de y contra ellos. Los peligrosos. Los pobrecitos. Los de temer (por una u otra cosa –te la dan y hacen lo que pueden-) Los conurbaneros. Algo (no) habrán hecho (bien), se sugiere sin decir, parte de la batalla perdida.
Y es que estamos en guerra, dice Macron. Y el periodista toma la posta. Dice, así todo, «tomaron conciencia, están asustados (por tanto) no saldrán a la calle». Y como no preocuparse ante palabras como conciencia, susto y encierro, todas juntas y en una misma frase (vinculadas siempre a un «ellos», desde un «nosotros» siempre cristalino) He allí el peligro, el del criterio punitivo, que al místco pobre pobrecito, Covid 19 devenido Circovid 20, le implica siempre represión. Discurso denuncialista, de vecinocracia clase mediera, que los medios dispersan como pólvora. Incluso los medios progres, coqueteando el discurso del cuidado con uno derechistoide (Chocobar is not dead), generando un «cóctel» que habrá que ver qué consecuencias tiene a futuro, o en este mismo presente. De allí que la hipótesis de la eclosión, el caos, la explosión inminente, es tan gráfica como habilitadora de políticas represivas en este caso «justificadas». Algo, de más decir, que nos preocupa. Ya que construye un estadío discursivo que genera mayor aceptabilidad punitiva que comprensión de la trama compleja de cuidados y solidaridades en un territorio que ve por la tele el aplauso de la tarde noche y el gym de balcón a balcón.
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En el conurbano profundo, policías y gendarmes “bailan” a les pobrecitos. Aquellos que no tienen tablas de surf, ni viajarán en buquebus, ni fueron repatriados por la aerolíneas estatal, cuando las low cost o las de excelencia, los dejan librados a su suerte. Podremos llamarlo paradoja de beneficio estatal: una cuarentena o muerte en un hotel de la Recoleta después de un viaje por Miami.
En el territorio no hay conexión a Internet, ni mucho menos Netflix, ni rutinas de ejercicios, ni meditación on line. Las viviendas no son para nada cómodas y se vive de a más de 10 en el mismo lugar. Los viejos que nunca usan ese plástico que les dan los bancos, no saben cómo harán para cobrar ese ingreso mínimo.
Cada día que pasa, los medios van mostrando la cara explícita de lo que quieren. Para los que hacen dinero a costa de la explotación y el sufrimiento de les pobrecitos, los medios como La Nación y Clarín, a través de sus voceros y sus plumas gastadas, el aislamiento significa una merma en sus ganancias. Y la posibilidad de continuar la ventaja cultural generada. Los rancios solo tienen el temor de perder guita, si así de sencillo, así de brutal, así de crudo.
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En estos días se pondrán a prueba nuestras fibras, nuestro carácter, nuestro discurso, nuestras prácticas, nuestra cotidianeidad. Lo que construimos, los lazos, los vínculos, lo que soñamos y lo que vendrá. Donde la solidaridad, la comunidad, lo colectivo, atravesaran obstáculos, un desafío se presenta incluso en y desde las formas de nombrarnos, de construirnos.
Por lo que en principio (o finalmente) habría que discutir los modos de enunciación. Ya que por ejemplo San Isidro, La Lucila, están en el Conurbano, pero no son (el) Conurbano. No son Conurbas. Y ante la mezcla, hay que apostar a la singularización (como ante la segregación apostamos por lo que une). Pero menos como clasificación objetivista, singular, que como forma de dar precisiones a las necesidades. Ya que de hecho, y porque la mezcla es también potencia y no solo acechante, el Conurba, en términos de enunciación político identitaria, es también una denominación de batalla guerrera. A la construcción del miedo, ofrezcamos la construcción solidaria del que da sin más, de un nombre que lo denomine. El Conurba. El que se (la) da. Sin más. Al otro. Te doy todo. Con los cuidados del caso. Con aquellos que hacen de nuestro país una inédita referencia de soberanía en el contexto neoliberal. Decisión sobre los cuerpos, sobre el cuerpo social, que debe expandirse y fundarse en los que desde el margen, lo sub-urbano, refundan (cada vez, desde siempre) las lógicas de la comunidad.
31 de marzo. 2020
Ricardo Esquivel
Docente, músico, productor, miembro de Conurbana Comunicación y egresado de Universidad Nacional de José C Paz.
Sebastián Russo
Sociólogo y profesor de la Universidades Nacionales de José C Paz, Buenos Aires y Grl Sarmiento
Fotografía: M.A.F.I.A.
Un comentario en “Conurba Virus. O la (de)construcción del miedo”
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