Hace 15 años le perdí el miedo a la muerte, fue en Parque Patricios.
Antes de que eso suceda, primero me la topé de frente, de lleno. Consulté con Dora, con la esperanza de que me dijera que era un error. Pero sus palabras esotéricas, que son casi ley para mí, confirmaron la sospecha. Me la topé de frente y la veía moverse impune, rondando por los pasillos. Me acompañaba hasta la parada del 146 primero, del 65 después. Era Agosto, trabajaba en una fábrica y quería mudarme sola. Néstor gobernaba, con el laburo anterior (repartía volantes en San Martin) era imposible, pero por esos días venía pensando que cosas eran las básicas que precisaba para ya encarar y mudarme al fin sola. Al fin casi adulta, pensaba.
Una vez que ella ancló entre nosotrxs, como un destino cierto y decretado por la ciencia, empezó su juego. Algunos días se hacía invisible, para que pudiéramos respirar sin dolor, el estómago se me estirase un poco y los valores de insulina de Charli parecieran normales. Y luego regresaba como tromba, tiñendo todas las escenas de la vida cotidiana de color sepia. Opaca, sin sabor, áspera. En ese juego perverso, me tuvo hasta que finalmente mi viejo emprendió su nuevo camino. Hoy, pienso que iba dejándome mensajes cifrados durante su juego. Mensajes tan evidentes como imposibles de leer para una hija que adoró a su padre.
Cuanto más me empeñaba yo en intentar cercarla, con cuadros de doble entrada con niveles de bilirrubina y temperaturas, más se escurría.
Hice la nota a cuidados paliativos, pero no pude ir a las reuniones de terapia familiar.
Tomaba mil cocas de 600 por día, birra y fumaba sin parar, pero cocinaba merengue con claras de huevo y salsa de brócoli para mi viejo.
Buscaba refugio en Diego, y chocaba contra la pared varias veces seguidas.
Estaba en plena edad fértil y no ovulé por seis meses.
Era mi peor momento, y fue casi el mejor cuatrimestre en la facultad.
Siempre rindo en los peores momentos, siempre en emergencia, en estado de sequía, de cuarentena, de plan quinquenal, de desdoble.
Pasaron años hasta que entendí que le había perdido el miedo a la muerte, ese marzo pos Cromañon.
Antes de eso, temí que viniera por mí. Lo intentó con Meri, y no pudo.
Dejé de ser bombera, por las dudas. Coloreé mi vida de gris por unos años, para probar si así, pasaba desapercibida a su mirada y selección.
Choqué dos veces y sentí que de lejos me miraba.
Me fui al campo unos años, pocxs entendieron, muchxs acompañaron.
Intenté sostener mi deseo como pude. Hice cuentas varias veces con mis vecinxs, para campear la inestabilidad y seguían dando en rojo. Mis vecinxs me prestaban oreja, plata y lavarropas. Eternamente agradecida. Vi pasar el programa Progresar a una legua de distancia. Casi se funde el Taunus y resucitó en las manos del mecánico. Por primera vez mis pulmones hicieron síntoma y la broncoespasmee dos inviernos. Me curé del liquen con propóleo. Fui docente de adultxs que se copiaban las tareas, de mujeres con sus niñxs en las aulas porque no querían dejar de estudiar y nadie en la familia tomaba esa tarea de cuidado. Fui docente de mujeres que querían abortar y me contaron que en un pueblo era imposible. Esas mujeres escribieron sobre el aborto y expusieron el tema adentro de un aula. Fui docente y pasé por la justicia como testigo dos veces. Una, porque fumigaron el campo de al lado de la escuela y estábamos en el patio y otra, porque una adolescente me contó junto a sus amigas, que su padre abusaba de ella. Siendo docente fui testigo del dolor de niñxs y adolescentes, de la angustia anclada en sus gargantas, de las ganas de crecer rápido y rajarse de las casas. Esas mismas ganas, que me hacían ahorrar de a billetes de cien con el pago semanal, cuando Néstor gobernaba.
Fui docente y censista en 2010. Entre a una chacra y estaban sus dueñxs porteñxs. Me atendieron sonrientes, me dijeron que Néstor había muerto. Sólo atiné a mirar al casero, que bajó la mirada. Sonrientes lxs dueñxs me despidieron en la tranquera. Manejé hasta tener señal de nuevo y confirmar la noticia. Fui censista que no pudo entrar a granjas blindadas por sus dueñxs, pero pude escuchar en las respuestas de sus trabajadorxs, las condiciones de explotación y hacinamiento en las que vivían.
Fui lavadora de verduras, tejedora, camarera y limpié casas ajenas esos años. Amanecí en la ruta, descalza y con el Taunus clavado en el barro, camino a Azcuénaga. Intenté dejar de fumar y llore por meses sin poder parar. Deseaba volver del trabajo a mi casa para seguir llorando. Un 31 le dije a Meri que ya no tenía más agua en el cuerpo. Precisaba secarme. Bailé con la maestra hasta que, charla mediante, ella me confirmó que era tiempo de migrar.
Me fui a la ciudad, al barrio que me vió nacer. Volví para mostrarle a ese barrio, cuanto había tallado el conurbano y el campo en mi cuerpo. Ponto la derecha volvía al poder, esta vez por vía democrática. Lxs compañerxs de casa me subvencionaron y frenaron mis ansias de justicia, la reorientaron, me desdibujé unos meses. Me topé con la miseria humana potenciada. Me senté en una mesa a dividir un fondo de lucha, con el estómago partido. Me senté en una mesa a pintar macetas y hacer radio ficticia con Javi y Thais. Fui la última en irme de esa casa, no quise estar cuando se fueron.
Me di cuenta que le perdí el miedo a la muerte, en la mirada del otrx. En el estómago hecho un nudo al salir de la casa de familias desbordadas por la pobreza en su sentido material, pero con una sobreabundancia de dignidad.
Me di cuenta que le perdí el miedo a la muerte, cuando en los años de macrismo, en los barrios más castigados, el poder popular se habría paso descalzo y desarmado, con las mujeres en la primera línea de fuego. Mientras, en el centro de la ciudad, brotaban bicisendas y macetas de cemento. Y muchos de lxs propixs, se las picaron cuando tocó ser oposición y ya no, militancia desde el Estado.
Me di cuenta que le perdí el miedo a la muerte, cuando la vi rondar entre laburantes colgadxs del San Martín, cuando tenía escalones y puertas manuales. De Paternal a Derqui.
Me di cuenta que le perdí el miedo a la muerte, cuando una piba gritó: “las villeras también abortamos, pero en la clandestinidad”.
Me di cuenta que le perdí el miedo a la muerte, cuando un pibe que junta monedas en el tren, me las cambio por billetes y me dijo: “doña, esto es para usted!”. Y me regalo dos monedas de cincuenta centavos que valen oro y dan cachetada de realidad.
Me di cuenta que le perdí el miedo a la muerte, cuando en la previa de la cuarentena, Lu termino su tratamiento, dándole ella un scrown a la muerte, con la misma intensidad con la que va tejiendo con otrxs redes de solidaridad posta.
Me di cuenta que le perdí el miedo a la muerte, y que ese miedo se transformó en obsesión.
Obsesión por descubrir que en algunas vidas, sucede la muerte cotidiana. Fracciones de muerte, en cuerpos que no pueden soportar tanto dolor, tanta precariedad.
Obsesión por desmitificar el valor que le otorgamos a la vida y a la muerte.
Obsesión por desmontar el falso binomio.
Obsesión por el sentir careta de lxs aplausos de gratitud a las 21, en tiempo de cuarentena.
Obsesión por descubrir como tensa el falso binomio las relaciones hoy, aún allí donde hay regocijo por un supuesto brote, de presunta solidaridad.
Obsesión por preguntarme qué hacemos para ganarle a esas muertes en vida, achicar los pedacitos de muerte cotidiana que suceden silenciosos en quienes la tiene efectivamente más jodida.
Obsesión por no dejar de mirar la hipocresía que brota como agua en inundación, por estos días.
Hipocresía de quienes se piensan en guerra, se stockean, piden más controles, aplauden, y van a hacer todo, lo que esté a su alcance para salvarse.
Obsesión por seguir reconociendo el amor dentro de la construcción política, cada vez que podemos identificar que no hemos perdido la sensibilidad, para reconocer que hoy, muchxs somos privilegiadxs.
Julieta Luque
Socióloga. Asamblea JB Justo y Corrientes
Fotografía: M.A.F.I.A.
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