Estamos arrojados a las vicisitudes de la fortuna. Nunca dejamos de estarlo. Sin embargo, vivimos en el convencimiento ilusorio de que podemos conocerlo todo. Aunque la modernidad asigna a la razón técnica hegemónica la capacidad de explicarlo todo, y aunque la investigación científica efectivamente cosecha avances sorprendentes en su capacidad explicativa del mundo natural, aun así no lo conocemos todo. Entre otras cosas, porque existe un estado de cosas que cambian. Que mutan. Un virus es un buen ejemplo de ello.
Circula la ilusión de que se aprieta algún botón y las explicaciones sobre la naturaleza emanan. Automáticamente. Nos azota el convencimiento que el big data puede explicarnos el devenir social en su totalidad. Los científicos, la ciencia, el saber experto puede y debe explicarlo todo. A tiempo. Con modelos precisos, con variables controladas. Lo cierto es que la ciencia no existe en cuanto ente abstracto, sino que existen disciplinas científicas producidas cotidianamente por actores que estructuran estos campos. Los científicos no son deidades, así como los trabajadores de la salud no son héroes. Justamente porque no son héroes ni deidades es que necesitan salarios dignos, fuentes de financiamiento y condiciones de trabajo razonables. Y sobre todo, poseen cuerpos, y necesitan tiempo.
Hamlet dijo que el tiempo está desquiciado –“Out of join”-, y lo está fundamentalmente porque escapa a nuestro control manifiesto. El tiempo y su articulación con nuestros cuerpos sigue siendo un desquicio inobjetable. Por eso, cuando hablo de fortuna, hablo de las aventuras de ser cuerpo en el mundo: de depender de nuestro tiempo histórico de vida y poseer la certeza irrepresentable de nuestra muerte.
La actual pandemia de Covid-19 pone de manifiesto que el tiempo y la reproducción material de nuestra vida siguen siendo los engranajes centrales para entender la dinámica social y el existir en el mundo. La fantasía de la automatización de todos los procesos sociales desnuda la idea del no-tiempo: concepción de que existe una ciencia cuasi mágica despojada de su humanidad, que todo lo explicaría automáticamente. Que todo lo conecta automáticamente. Que todo lo entiende sin mediación de vida humana. Tal como Dios, para los antiguos.
Durante esta cuarentena pude conversar con varias personas que, angustiadas, iban haciéndose conscientes de la materialidad de aquellas cosas que aseguran nuestra comodidad cotidiana, pero que se encuentran tan fetichizadas que parecieran tener un origen sacro. “No se puede caer internet”. Si, puede. Todo tiene una existencia y exigencias materiales, una capacidad finita. Por tanto, trabajo humano que lo hace posible.
En estos días también surgen teorías conspirativas a montones. Si la ciencia -vaya a saber una dónde vive – no nos da una respuesta inmediata, debe ser porque alguien se está guardando esa información. Adrede. Según este razonamiento no existe la posibilidad del no saber: o se tiene la cura del virus, o alguien la está escondiendo. Este argumento resulta en un esfuerzo desesperado por desarticular mundo, cuerpo, tiempo y conocimiento, introduciendo a un sujeto social que podría detentar tanto poder como para dar sentido a todo el sinsentido. Y por tanto también tiene la capacidad de destruir la humanidad. Como Dios, para los antiguos. Al respecto, una persona amada me dijo que las conspiraciones son un intento por simplificar la complejidad social, cuando esta se hace inaprensible.
“Mira con qué facilidad las riquezas de hoy se convierten en las ruinas del ayer”, dijo Waldemar Januszczak (1) durante una explicación de la pintura renacentista La Tempestad. Esta enigmática obra fue pintada por Giorgione hacia 1508, en Venecia. Según Januszczak, una de las características de la sociedad veneciana durante el renacimiento era la conciencia que estos tenían de su propia vulnerabilidad. Ser una rodaja de tierra entre el cielo y el mar. Además, una porción de mundo golpeada con especial violencia por la peste bubónica a partir del siglo XIV. La misma fuente nos indica que el primer brote, en 1348 mató al 70% de la población veneciana, y que en los próximos 300 años hubo más de 70 nuevos episodios de esta cruel Muerte Negra. Entre otros, el episodio de 1576 se llevó consigo a Tiziano, junto con un cuarto de los venecianos vivos en aquel momento. La Muerte Negra no era divina y su relación trágica con Venecia se debió al gran tráfico comercial que la convertía en puente entre oriente y occidente, y por tanto la enorme cantidad de circulación de barcos que se dirigían a la ciudad de los canales a comerciar. En los barcos venían las ratas. Su riqueza comercial era también su muerte. Claro que en aquel momento no lo sabían.
No conocían las razones científicas de la peste bubónica que hoy sí entendemos. Y aún hoy entendemos muchísimo más sobre el Coronavirus que lo que los venecianos pensaban de la Muerte Negra. Sin embargo, sabían que no lo sabían todo. Eran conscientes de esa incertidumbre fundamental. La forma fundamental que tenían de paliar esa incertidumbre era religiosa, acudir a lo divino era un modo de hacerse cargo de esa incertidumbre. Sobre todo institucionalmente, hablar de religión claramente no exonera de materialidad a la cuestión: no en vano en Venecia se construyeron varias iglesias para ahuyentar a la peste. El gran Tintoretto produjo algunas de sus más grandes obras como modo de invocar la gracia divina contra la muerte, para contribuir materialmente con instituciones de caridad relacionadas con la peste, o incluso para agradecer el seguir con vida. Pienso sobre todo en la magnífica obra La Crucifixión emplazada, justamente, en la Scuola Grande di San Rocco. San Roque, un santo curado de la peste por un ángel, según la liturgia.
Esta conciencia de sí veneciana –self awareness– consistía en entender que el mundo circundante y la vida en él son inminentemente frágiles. Por tanto, el orden social que de ello depende no es inmutable: la riqueza de hoy es la posible ruina del futuro. Ser consciente de la fragilidad es también hacerse cargo de que existe la posibilidad de cambio. De cambio real, no de cambio como slogan político de la dominación. Los cuerpos pueden cambiar el modo en el que la comunidad organizada funciona. Para esto también hay que ser consciente de la propia vulnerabilidad. Existir delicado, como el exquisito cristal de Murano.
En estos días hace falta un virus bastante más leve que la peste bubónica para poner de manifiesto que existe la posibilidad de que no lo sepamos todo. Que nuestros cuerpos siguen importando y donde hay vida nunca habrá certidumbre. Nuestra relación humana con la incertidumbre no puede ser conjurada por ningún logaritmo. Los logaritmos no pueden programar la inmortalidad, por lo menos por ahora. La experiencia de ser finito sigue siendo parte de nuestra humanidad.
Sin embargo, no es menos cierto que el invaluable conocimiento médico con el que cuenta nuestro tiempo histórico –entre otras cosas, también gracias a los logaritmos- hace extremadamente probable que dentro de un período relativamente corto tengamos acceso a tratamientos y formas de prevenir este nuevo virus. Pero la experiencia que estamos viviendo no es en vano, espero. Entender que no existe la quietud, y por ello llamar a la acción de los cuerpos, es invocar nuestra capacidad más valiosa: la de propiciar cambios.
María Victoria Raña
Socióloga
Fotografía de la autora
(1) El renacimiento desencadenado (2016), serie televisiva documental, capítulo 3, BBC.
Un comentario en “La tempestad, la peste y las ruinas del mañana.”
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