“Ante la cuarentena declarada, y ante la pregunta por qué hacer, mas allá del lamento, el gesto auto reflexivo o anulado, nos decidimos a mantener un lazo. Un espacio de encuentro. Que había albergado la lectura y escritura de crónicas. Luego de algunos titubeos, y priorizando aquello que nos hacía bien, y estaba bien hacer, nos propusimos reencontrarnos y seguir escribiendo. Ésta vez con el tema dominante: el encierro, el aislamiento, la pandemia (…) Aquí pues éstas crónicas conurbanenses de aislamiento sanitario, desde un aislamiento histórico, que puede encontrar formas de revinculación y animoso espíritu emancipador, gracias a Universidades Nacionales, como la que nos reunió, la UNPAZ.”
Sebastián Russo. Coordinador Taller La Mirada Errante (MUPE/UNPAZ) Participantes: Flor Baez, César Bellatti, Oscar Miño, Patricia Carrizo, Darío Triscali, Fernanda Maldonado, Analía Delgado, Hugo Gauna, Laura Valenzuela, Camila Cáceres y José Peñaloza.
(Texto completo de presentación en la Primera Entrega)
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Todos los días parecen domingo
Memorias conurbanas de la pandemia
-3ra Entrega-
(Darío Triscali – Oscar Miño – Flor Baez)
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Diario de un taller
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Uno de los sábados un mirada errante no pudo conectarse, en realidad dos, mejor dicho tres. Uno no sabemos por qué, el otro porque labura de noche y el otro porque no pudo, porque pasó un día de mierda, según dijo después en el grupo wasap. Uno de sus textos, unas semanas atrás, había sido bastante oscuro, y generó silencio, una cierta preocupación. Acostumbramos aplaudir cada fin de lectura, aunque en este caso el aplauso pareció algo automático, desfasado, aunque compañero. Algo había pasado, y algunas preguntas aparecieron(me). En qué punto la escritura de una situación límite separa al escriba del texto, a la literatura de la vida, en qué momento intervenir más allá de recomendaciones o comentarios literarios. Aunque fue una constante del taller que el contexto de cada quien, y cada quien como un texto que se iba escribiendo, en estas inéditas condiciones, se entreveraran, en la repetición de cierto tópico, de cierta expresión de la dificultad de cómo la estábamos llevando, se había expresado quizás un límite. Una alerta. Y decidimos cambiar la consigna de escritura. Salir un poco del encierro y empezar a narrar el afuera, por caso, los vecinos. Los textos que de allí surgieron ya tenían otro tono, otro talante. Expresaban cuerpos en movimiento. Incluso se animaban al humor, en descripciones más o menos grotescas. Mi compañera me sugirió esto. Basado en un ejercicio de clown. Proponiendo exagerar un rasgo, devenirlo caricatura. Funcionó. En él y en todxs. Recuperamos algo de la vitalidad que había dominado los primeros encuentros de Zoom. Cuando aun estábamos sorprendidos y curiosos con la situación de encierro y hasta con la propia herramienta de comunicación. Cuando ese grupo de cuadraditos era un sueño futurista al alcance de todxs. Pero cuando la sorpresa amainó y el apremio y el agobio comenzaron a hacerse presente, decidimos hacer un movimiento, al que le siguieron otros. Que no solucionaron ni ocultaron los problemas, por supuesto, pero quizás ayudaron a sobrellevarlos. Y es que mantener un ámbito, un espacio común de encuentro nos hacía bien. Era/es lo máximo que podemos hacer. Hacernos bien. De hecho escribir, oír los relatos del otro, en varias charlas se dijo, resultó salvífico. Y en esa clave una otra compañera errante compartió un dibujo. Algo que resultó no solamente expresivo de tal sensación, de sacar afuera el embrollo mental, incluso anímico, sino de hacer con eso una obra, un material a compartir.
Escribir textos, compartirlos, empezar a publicarlos. Una quimera, cuando en el ámbito universitario, desde donde emergió este espacio, hacía tiempo se escuchaban voces que alertaban sobre ciertos problemas con la escritura de lxs estudiantes. Y aquí nosotrxs, empandemizados, bancando un taller, escribiendo, leyendo, más y mejor. Creando obra, pensandola como tal, ya no solo en gesto “terapéutico”, de terapéutica grupal en tiempos de aislamiento social. No solo. A través de lecturas (de Walsh pasamos a María Moreno, Cabezón Cámara, Mariana Enríquez), una escritura semanal, compartirla, abrirla a una escucha y un incitado comentario crítico y amoroso (lo primero fue propuesto lo segundo salió solo) Recuperando no solo las sensaciones sobre lo escrito y narrado, sino también cuestiones formales del texto, pero también del proceso mismo de escritura: dónde, cuándo, cómo escribimos; dónde, cuándo, cómo lo hacen otros. Fue algo que no solo fue apareciendo sino agudizándose, des-problematizándose como tal, o arribando a otra trama de problemas. Donde la escritura, la lectura, los comentarios, la fraternidad fueran una argamasa común de singularidades. Encontrar una voz propia, personal, grupal, nuestro nuevo y deseable problema.
Así pues, al componente salvífico en estos tiempos pandémicos, y del ir detectando y moviendo cosas, se le sumó otro nivel de trabajo, de fortalecimiento, como fue/es el ahondar en un oficio. Y si de entrada empezamos con «El violento oficio de escribir» como referencia, fuimos deviniendo en una trama de aguerridxs trabajadorxs en el salvífico oficio escritural.
Del adentro ensimismado, que de entrada resultó una posibilidad pero mostró sus límites, a la necesidad de empezar a imaginar, a tomar señales, huellas de una afuera, desplegarlas, expandirlas. En un re encenderse de la máquina narrativa. Si lo primero resulto un repliegue, en muchos casos necesario (encerrase en el texto, en la pieza, como modo de encontrar un espacio íntimo en situaciones que no eran posibles, junto a otrxs, queridxs pero de quien se requiera algun tipo de distancia, construir mediaciones al continuum que genera el encierro), lo segundo fue un despliegue, también necesario, para imaginar no solo las tramas vinculares detenidas por el aislamiento, sino como horizonte mismo de imaginación. En nuestros primeros encuentros habíamos leído al Walsh cronista y viajero, donde el viaje en tren, en barco lo lanzaba a una escritura errante, curiosa. Se requería pues volver a discurrir espacialmente con la imaginación (cuando no) como aliada. Salir un poco del pegoteo entre vivencia y escritura, sobre todo cuando la primera se ensimisma a niveles incontrolables, peligrosos Un principio de responsabilidad emergió incluso ante prácticas dificiles e ingratas de encuadrar. O en tal caso, la literatura, la escritura y lectura, mostrando toda su potencia vital. Y lo sabemos, aunque nunca es fácil de asimilar: no hay Eros sin Tanatos.
Si un tajo, un enorme tajo en el cotidiano nos reunió. Un humilde tajo, nunca tan humilde, nos expresó que seguíamos vivos. Un cuerpo que no puede. Que por momentos ya no quiere. Una incisión, leve, nunca tan leve, que rememora otras, a la herencia como marca. Pero qué vuelve en un tajo. Qué retorna en cada herida. Historias de trabajo, de esfuerzos y riesgos. Qué dejará este gran agujero, esta imponente transformación de nuestros días. No lo sabemos. Por lo pronto aquí a nosotrxs. Nos sorprende trabajando.
SR
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Buenos Vecinos
Como decía mi viejo, cada casa es un mundo, y creo que lo barrios también, cada uno tiene su particularidad. El mío en lo tiempos de antaño, era típico conocerse todos, y todos iban a la casa de todos, hablo de la cuadra donde vivo. Eso fue hace mucho, en la época de mis viejos, hoy no sé ni quién vive enfrente. De toda la camada de antes, solo queda un hombre, el viejo Arance, el resto pasó, a vida mejor o peor, a la nada, vaya a saber uno. Yo vivo en un pasillo al fondo, un PH. Adelante unos parientes, a la izquierda la vieja Laura y a la derecha unos paraguayos que usurparon el lugar.
Adelante tengo dos primos, o algo así, primos segundos quizás. El padre de ellos era el sobrino de mi papá.Mi prima Noemí una bruja, te muestra los dientes y por atrás te clava el puñal. Es un calco de la vieja, vivían visitando curanderos y haciendo brujerías a todo el barrio. Cuando encontrabas aceite, sal o algo en la puerta de tu casa sabías que eran ellos. El hermano, el gordo, un vago, nunca trabajó, vive de la hermana y es transa. Siempre anda metido en algún curro. En la misma casa donde ahora viven mis primos, antes tenían un almacén, un almacén, que lo puso el padre, junto a mi viejo en el 59, año más tarde, mi viejo le vendió su parte del comercio y siguió con la imprenta. El padre de mi primo, Enrique, le decían “el Ingle”, por aquella vieja película de los 40 “El ingles de los güesos”, su película favorita, de ahí le quedo el apodo de “el ingle”, antes de tener el almacén era ferroviario, luego se dedicó al almacén por 50 años, hasta que falleció pasados los 80 años. Solo apenas hace 2 años, el almacén lo agarro el hijo, en dos años lo fundió, un parásito, le echa la culpa a Macri, pero la verdad que no le gusta laburar, total lo mantiene la hermana.
A lado del almacén, está la vieja Laura, malvada, se decía que a la madre que murió a los 110 la tiene embalsamada en el fondo. Andá a saber si es cierto, pero las malas lenguas dicen que en el fondo tiene un cuarto herméticamente cerrado y que solo la vieja Laura entra, por las noches. La vieja es falsa, te muestra una sonrisa falsa, con esos dientes postizos que parece que se le van a caer. Ahora vive sola la vieja, tiene una mujer que la ayuda, la compadezco, delante de la casa tiene un local, ahora lo tiene vacío, desconozco los motivos por los cual no lo alquila, pero antiguamente tenía un kiosco, recuerdo cuando era chico iba a comprar palitos de la selva, me atendía el hermano, Eduardo, tuerto, tartamudo y rengo, pobre, todos lo gastábamos. También vivía con Victoria, la hermana, cuenta la historia que una vez se quiso casar, pero Laura les hizo “un gualicho” y no se casó, vivió solterona junto a Laura hasta que se murió. Eduardo también murió soltero. Recuerdo que todos los 25 de Mayo la vieja Laura hacia chocolate con leche y churros para los chicos del barrio, obvio que íbamos todos, que inocencia, anda a saber que le ponía al chocolate.
Y la frutilla de postre: Los paraguayos de al lado. Al principio parecía buena gente, hasta tuve una historia con una de ellas, pero bueno, fue corriendo el tiempo, y como decía mi vieja, mostraron la hilacha. Lo pibes crecieron. La madre se fue al Paraguay y quedaron solos, hoy el lugar es un antro. Entra y sale gente todo el tiempo, la música a todo lo que da todo el día, nadie labura, no sé de qué vivirán.. Hoy estamos en cuarentena y ésta gente como si nada. Se juntan hasta altas horas de la noche, entran unas diez personas con cajones de cerveza, no sé a qué hora salen o si salen, no lo sé. Como si vivieran en otro mundo y no se enteraron que esté el coronavirus. Pareciera que están inmunes a todo.
Siguiendo la línea hacia mi izquierda, continua Doña Rosita y Don Alfonso, ya fallecidos, eran herméticos, no se sabía nada de la vida de ellos, pasabas por la casa y era buen día doña Rosita, buen día mijo. Nada más, ella ama de casa y el viejo retirado de las fuerzas armadas. Lo que me gustaba que tenía un Peugeot 504 beige, impecable, de la década del 80, y no tenía un rasguño. Con sus 85 años el viejo los salía a manejar, despacito, pero lo manejaba.
En la casa de adjunto estaba, la vieja chita, ama de casa también casada con un ex militar retirado de las fuerzas armadas, era la única familia en el barrio que tenía teléfono, allá por los 70 y 80, la vieja siempre decía que se iba a ir al cielo por que prestaba el teléfono a los vecinos, que disparate por favor. Ahora sigo con Nora, la casa que le sigue. Nora vivía con Juan, un vago y mujeriego, un día se cansó y se fue a vivir a esa casa, alquilaba, hasta que conoció a Rubén un prestamista con bastante tarasca en el bolsillo, el viejo le termino comprando la casa.
Seguimos con dos viejos que no me acuerdo el nombre, pero tienen que ver con esta historia, eran los tíos de José, Que era un ex camionero, ahora tiene un kiosco, estaba casado décadas atrás con dos hijas, hoy ya grandes obviamente, de unos cuarenta y pico, la mujer lo corneó con su mejor amigo, alta traición, la mujer se fue y él se quedó solo.
Entre las casas de José y sus Tíos, hay un terreno, vacío, allá por los 70 el viejo Don Alfonso, agarró ese terreno, lo alambró y empezó a pagar los impuestos, lo hizo durante 20 años, pasado ese tiempo el terreno le quedó a él. Hoy a su hijos y nietos, quien le iba a decir algo, ex militar que estuvo con Ongania y la Ultima dictadura cívico militar.
Para completar la cuadra, están las tías de José, dos hermanas solteronas que viven en la esquina de Tribulato y Farias, alta esquina, una fortuna esa esquina, son mellizas, tienen 95 cada una, dicen que su longevidad se debe a que todos los días toman jugo de naranja, me da risa, que chamuyeras. A las viejas les queda poco hilo en el carretel, y ya el barrio sabe que la esquina esa le queda a José o a las hijas, sino es que José se muere primero. Toda esta historia nos lleva a la vieja Chita, la que prestaba el teléfono para irse al cielo, por el 2000 más o menos, se le muere el marido, ya estaba viejo, y se queda sola, las hijas la odiaban, no la visitaba nadie. Hasta que un día conoce a Roberto, otro ex militar que según dicen se retiró de las fuerzas, pero las malas lenguas dicen que le dieron de baja. Al margen, la vieja 80 años, Roberto veinte años menor, se va a vivir a la casa. Pasan los años la vieja chita se enferma, Roberto la cuida por que las hijas ni aparecen. A todo esto, la casa de chita tiene un terreno de 40 metro con una construcción en el fondo. En cierto momento Roberto trae a los hijo, nuera y nietos a vivir al fondo de la casa. Parecía buena gente, pero, siempre está el pero, los hijos de Roberto tenían un trabajo particular, levantaban autos, y se metían a las casas. Lindo trabajos. Años atrás la vieja chita se muere y Roberto y los hijos se quedan con la casa. Hubo un litigio por parte de las hijas de chita reclamando la casa pero no llegó a mayores, los chorros se quedaron con la casa, y eso es lo de menos, cierto día, específicamente dos días después que se mueran los tíos de José, entran a robar a la casa y se llevan todo, televisor, heladera, lavarropa, todo, no quedó nada. Nadie sabe cómo ni por dónde, pero ya se sabía quienes eran, hubo denuncias, llego la policía pero no pasó nada, luego nos enteramos que están arreglados con la policía y la DDI de San Martin. Ese fue el comienzo. Luego siguió José, luego mi primo, luego en viejo Arance, Nora y otras casas mas de la misma cuadra. La nuestra nunca, por ahora, creo que por que con mi hermano fuimos de frente y le dijimos que si te metes con nosotros, te prendemos fuego la casa con vos y tus hijos adentro. Nunca se metieron con nosotros.
Y bueno, así es el barrio, parece que cada uno es feliz a su manera.
Darío Triscali
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Humilde tajo
Me levanté con mal humor. Mi autoestima no me hizo compañía en todo el día. Ni siquiera almorcé. Pensé en canalizar mi estado antipático en un escrito. Usar el papel y la lapicera como psicólogos. Pero no pude. Y me puse mal por no poder hacerlo. Agarré una silla y fui a sentarme al patio. El sol me tranquilizó. Lo sentí en todo el cuerpo.
Oscar… – dijo mi hermana desde dentro de mi casa.
¿Dónde está Oscar?- le preguntó a mi papá.
Quise decirle “Ey, estoy por acá». Pero se me cortó la voz. No sé por qué tampoco podía hablar fuerte. Mi hermana me encontró y me preguntó si estaba bien. Ella sabe lo que significan mis caras. Al entrar a mi casa, me preguntó si quería hablar. Yo le contesté que no.
Voluntariamente me fui dormir la siesta. Tal vez eso me hacía falta, dormir. Al despertar, seguí luchando fríamente con mi humor. Me levanté con hambre. Por suerte había comprado maní. Me arrancaron la cabeza, pero era maní. No daba para comerme una hamburguesa a las seis de la tarde.
Llegó la noche. Paseé a Laika con mi hermana. Ella llevaba a Luna, otra de nuestras perras. Rocky, que es el perro más viejo, no quiso salir hoy. Lo entiendo, está mayor y debe costarle un poco más levantarse. Laika se peleó cariñosamente con otro perro. Debido a eso tuvimos que entrar antes de lo previsto. Me hizo enojar un poco porque no hizo caso. Para colmo quien sale lastimada si hace fuerza para correr con la correa es ella. Entré a casa y me lavé las manos, mi hermana hizo lo mismo. No se nos olvida que estamos viviendo una pandemia.
Me dirigí a la cocina para bajar del freezer unas hamburguesas de garbanzos. Cuando me acordé que cuando se congelan se complica separarlas, resoplé por la nariz. El mal humor se asomaba por la ventana, quería entrar de nuevo. Agarré un cuchillo. Tomé la decisión de separar las hamburguesas por mi mismo. Sin tener que esperar que el calor hiciera lo suyo. Empecé a presionarlas con la punta del cuchillo. Lo enterré en el medio pero no conseguía dividirlas. Comencé a perder el control, pero pude separarlas. Con una mano en la hamburguesa y la otra agarrando el cuchillo. Sin embargo me empezó a arder el dedo. Cuando miro, tenía un pequeño sangrado.
– No es nada – me digo a mi mismo.
Mi cara cambió cuando vi que se abrió, como se abre un libro, un humilde tajo que comenzó a despedir sangre. Fui al baño y me lavé el pulgar. Quería que parara de sangrar pero no fue así. Tampoco para desmayarme, solo sentí que me bajó la presión.
– Ay Oscar, ¿es joda? – me pregunto casi puteándome.
Fui al comedor y les dije a mi familia:
– Me corté el dedo. Me siento un boludo porque hasta creo que me bajó la presión.
Nadie se rió. Solo yo, lo que hacía más penosa la situación.
– Vení, sentate – me dijo mi mamá.
Cuando ella me miró el dedo no tardó ni dos segundos en decirme que no era nada. Yo ya lo sabía, pero aún así acepté el vaso con jugo frío que me acercó mi papá. Junto a la silla para que pueda levantar mis pies. ¿Acaso mi cortadura es lo más interesante que nos pasó esta semana? La cuarentena nos está dando momentos en familia.
– Yo una vez me corté el dedo con un máquina de cortar fiambre. Quería descongelar
un pedazo de carne – empezó a comentar mi papá.
El es metalúrgico. Mi cortadura se queda chica (y de por sí ya es pequeña) al lado de los cortes que se hizo mi papá en su trabajo.
– La carne estaba tan congelada que me adormeció los dedos – continuó diciendo-. Yo pensaba que la sangre era de la carne. Pero cuando miro bien, veo que mi dedo pulgar parecía una salchicha cortada a la mitad – Lo escuché reírse, yo había cerrado los ojos.
Vuelvo a mí. El hilo de sangre seca del corte de mi pulgar no hacía más que confirmarme esa teoría. Ya estaba. Por ahí quede una pequeña cicatriz, pero el sangrado ya estaba.
Me gusta pensar que todo en un momento llegará a su fin. Es raro, porque nunca me habían gustado los finales. Esos puntos que te obligan a hacer sangría para comenzar otro párrafo. Un final que va desde mi humilde sangrado, hasta una cuarentena obligatoria. Faltan 3 días para saber si seguiremos así o si acabará todo y podremos salir. Me juego más por la primera opción, aunque quisiera escuchar la segunda.
Para una materia, el profesor nos pidió que grabáramos nuestros testimonios. Que seamos honestos y contemos cómo estamos viviendo ésta situación causada por la pandemia. Yo comenté que por ahora venía bien. Pero como ni siquiera había pasado una semana, por ahí no podría decir lo mismo después. También recuerdo haber dicho que todavía no estaba caminando por las paredes. Pero ahora sentía su respiración en mi nuca, el momento se acercaba. Espero poder escribir eso también.
Oscar Miño
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Desfasada
Es domingo al mediodía, hay un sol radiante; tengo que salir a comprar, quería almorzar medialunas con queso, así que me puse en campaña de conseguirlo. Salgo de casa, el barbijo en la cara, la llaves, la bolsa de tela y la plata. No hay nadie en la calle, a dos casas de la mía, “la señora de los carteles”, como le decimos en la familia, me saluda. Tardó en reconocerme, debe ser por el barbijo. Llego a la esquina, el herrero que hizo el portón de casa, después de que entraran tres veces a robar y papá decidiera cambiarlo, me levanta una mano en gesto de saludo. Respondo con una sonrisa que no se ve, así que decido hacer un gesto con la cabeza.
Llego a la primer panadería, cerrada. Me siento molesta de saber que tengo que caminar hasta la ruta para conseguir mis medialunas. Respiro profundo, el día estaba tan lindo, que no me importaba caminar cinco cuadras con crocs, quería aprovechar el sol.
A las pocas cuadras, comienzo a mirar las casas, últimamente me llamaba la atención sus arquitecturas, no sé exactamente si es un sueño frustrado o simplemente porque me gusta chusmear. Pensé en los propietarios de esas casas. De todas las que me gustaban, no conocía a casi nadie. En realidad me doy cuenta que conozco poco el barrio. La dueña de la casa de la izquierda era una abuelita a quien adoraba apenas me mudé; compartía muchas tardes con ella, me daba bizcochitos, yo le hacía compañía. Con el tiempo la dejé de ver, se fue a vivir al sur con uno de sus hijos, ya estaba grande, y no podía quedarse sola. Ahora en esa casa vive su hijo, quien me parece un pelotudo: en vez de tirar la basura en la puerta de su casa, venía a tirarla en la vereda de la mía, una vez discutimos por eso, fue la utima vez que lo saludé.
A la derecha de mi casa viven Lolo y Virginia, un matrimonio medio rancio. Tienen un quiosco, donde compraba todas las pepas de mi merienda cuando era chica. En verano me metía en su pileta con el nieto Leo; él era hijo de Lorena, madre soltera, que después también tuvo a Valentina, quien adora a mi papá porque le compraba caramelos. Su otro hijo es Aníbal, apenas nos mudamos, su nombre sonaba muchas veces en el día, mi mamá llegó a decir que él vendía droga y por eso lo llamaban. La realidad es que era pendejo, y lo buscaban como buscan a cualquier pibe que tiene amigos. Hoy Aníbal está casado, tiene dos nenas y un varón adolescente, que perpetúa el legado de su padre: ser llamado innumerable cantidad de veces al día.
En frente de casa, tengo una semi rotonda, con una sala de primeros auxilios. Creo que las médicas de esa sala, visitaron más mi casa que los vecinos que antes mencioné.
Cristina Moyano, Flavia Danielle, la Doctora Rosas -no me acuerdo el nombre-, y Rosalba. Todas ellas fueron cuidadas y mimadas por mi mamá en diferentes tiempos. Les preparaba comida, las dejaba pasar al baño, y a veces hasta tomar cortas siestas en el sillón cuando hacían guardias de 24 horas y tenían luego que atender en consultorio. La primera de las doctoras, terminó siendo mi madrina, el lazo era tan hermoso que hasta pasaba los primeros de año con nosotros. Con el tiempo, las doctoras se fueron yendo, y mi mamá se fue apagando. Hoy en día no sé quién atiende en esa sala. Solo sé que ya no es igual a cuando la visitaba.
Del resto de los vecinos que rodea a la sala, solo recuerdo la casa de Doña Vilma. Una señora alemana, cuyos hijos eran “el 22” y “el Colo”. Creo que ambos fueron amigos de mi hermano, son bastante más grandes que yo. De hecho el 22, tiene varios hijos de mi edad, entre ellos “Julito”. Fuimos compañeros de jardín. Él era sordo, una vez yo estaba haciendo pis y él no escuchó que el baño estaba ocupado, me orinó todo el delantal. Hace poco doña Vilma murió, aparentemente estuvo internada unos días, nadie sabe de qué. Con esto de la pandemia, los chismes ya no viajan como antes.
En mi recorrido por las medialunas, a media cuadra de casa, observo la casa del señor que hace las pizzas. Al lado la de la señora que hace masajes, y enfrente la casa de “Ale”, la iluminada señora que tiene una feria americana, no puedo evitar imaginar su voz hablando de la pandemia: -“ay no nena, terrible, es terrible lo que está pasando”. Sigo caminando, paso por la iglesia donde tomé la comunión y la confirmación, me rio al recordar que alguna vez fui tan católica. En la vereda de enfrente me espera “Polar”, un amigo perruno, que con mi familia decidimos llamar “Jonas”. Ya no me puedo cruzar a saludarlo, no sé cuántas personas lo tocaron antes.
Avanzo un poco más, veo el quiosco de Juan Carlos cerrado. Es un viejo conocido de mis papas, le vendió el fondo de comercio a su nieto después de tener un ACV que casi lo mata. Es el último lugar al que vamos a comprar, según mi papá “es caro ahí”, sumado a que supuestamente “el nieto de Juan Carlos vende droga”. Me río, me doy cuenta que nunca me había percatado que mis viejos fueron oficiales de la DEA.
Doblo hacia la ruta. Salgo de mi barrio. Todo me resulta igual de extraño que cuando estaba en él. Llego a la panadería, consigo mis medialunas y emprendo el regreso. Cruzo de vereda. Opuesto al local de Juan Carlos, está Pipi, un pequeño almacén con su fachada vidriada. Ya ni me acuerdo que había antes ahí. Tiene precios amigables, y es muy amable para atender. Me gusta comprar más ahí que en lo de Lolo y Virginia que los tengo al lado. Sigo mirando la arquitectura de las casas, me doy cuenta que son pocas las que me gustan.
Muerdo la primera medialuna y llego a una conclusión. Que es normal que no conozca nada de mi barrio. Yo nací un poco desfasada. Pertenezco a la generación de “los hijos de”. Recuerdo que Julito era Nieto de Vilma, y que tenía mi edad. Caigo en la cuenta que ni siquiera entro en el rango de “los hijos de Yu y Teresa”, si no, por la edad, en el de “los nietos”.
Flor Baez
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Fotografía M.A.F.I.A
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