Los días entre las letras, de libros apilados, en una isla desierta.

Día millón y medio, mi garganta duele, está molesta, pero hace una década que no salgo de casa así que es pura sugestión. Desde la mañana estoy escuchando Linkin Park, Stone Roses y Stone Temple Pilots, sino me pegué un corchazo todavía, es porque estoy bastante arraigado a la vida.

No sé por qué no me siento feliz, si la música es buena pero las letras me llevan a lugares inesperados de aplastamiento frente a una silla y una computadora. Al rato me duermo y despierto en una isla.

Estoy sólo, tengo una heladerita con queso, bebidas y un par de chocolates, respiro, tengo lo necesario para atravesar la soledad. A un costado veo que sobre una roca tengo el Kindle, vuelvo a respirar, tengo bebidas, comida (para mí el queso y el chocolate son lo básico para una buena supervivencia) y además de todo, está conmigo el bendito libro electrónico.

Abro el cobertor, está cargado al 100%, con poco más de doscientos libros, no necesito mucho más, tal vez un poco de papel y una birome, pero tampoco es que eso sea muy necesario. Comienzo a releer a Ray Loriga, Tokio ya no nos quiereHéroesTrifero, Caídos del cielo, Lo peor de todo, Ya sólo habla de amor, La pistola de mi hermanoZa Za el emperador Rendición.

Termino las novelas, una tras otras las devoro, no sin inquietarme, como lo hacía desde la adolescencia cuando con Héroes, La pistola de mi hermano y con Lo peor de todo pensaba que el mundo estaba por terminarse y que había que apurar el paso para que nada nos agarrara de sorpresa.

La última novela de Loriga que vuelvo a leer es Rendición y siento que mi estadía en la playa, sólo, con el e-book, la cerveza, el queso y los chocolates es la anunciación de un largo camino hasta la tierra en la que todos vivimos en esas casas de cristal, en las que la mierda ya no tiene olor y nos termina brindando la energía para calentar las habitaciones y también nuestra comida.

Miro al cielo, está todo despejado y continuo con Piglia, Blanco nocturno, Respiración artificial, Prisión perpetua, Los diarios de Emilio Renzi hasta llegar a La Invasión y recuerdo que, en ese cuento, Renzi estaba encerrado en una celda con El Negro y con Celaya y ahora me siento de la misma manera en la isla, pero sólo, sin el negro y sin Celaya, tampoco están Viernes o Wilson, no, no, solo yo, solo y solito mi alma.

Suspiro resignado, tomo otra birra de la heladerita y paso a García Márquez y Cien años de soledadEl amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca y justo allí cuando llego a 12 cuentos peregrinos me enojo y me enojo mucho.

¡Que bronca, la puta madre! No puedo ni pensar al recordar ese primer encuentro con este libro. ¡Que decepción!, toda esa construcción barroca y de una belleza poética inigualable, que don Gabo había elaborado durante años, eran tirados a la reverenda mierda, y no la mierda de Rendición, que era sin olor y con una utilidad colectiva, sino una mierda bien asquerosa y repulsiva.

El encontrarme con ese conjunto de cuentos inconexos, sencillos y sin él ángel que Gabo había sabido darle a todo el resto de sus relatos y sus textos, me ponían y me ponen del orto, y ahí mismo cierro el libro, bah, le pongo la tapa al cobertor del aparato y me quedo mirando las olas como para bajar de la calentura.

Pasa un ratito y recuerdo las melodías de “november rain” y de “wish you were here” de los Guns y de Floyd, camino un ratito, alrededor de una palmera (no podía caer en un lugar más común en este sueño) y vuelvo al libro, lo abro y deslizo el dedo sobre la pantalla, acaricio suavemente la figura de la mina y el catalejo que aparecen antes de iniciar su encendido, y al abrirse busco en la biblioteca La fiesta del monstruo” de Borges y Bioy, luego de terminarlo pongo Borges y buceo en el índice de Ficciones. Me adentro en “Las ruinas circulares”, veo el dispositivo de sueño y cuando lo estoy terminando, la batería muere y con ella también lo hacen mis lecturas.

¿Por qué carajo no me traje un libro en papel? Si estos ya los había leído, hubiera sido lo mismo, pero podría haberle entrado una y otra vez a las mismas estrofas, sobre mismos comentarios a un costado del párrafo, hasta podría haber agregado, mentalmente, unos nuevos ¿por qué soñé con un libro electrónico?

En la heladera de tergopol los hielos comienzan a hacerse agua, la cerveza se calienta y busco enterrar las pocas latas que me quedan, en la arena, como para enfriarlas un poco más. No me desespero porque mientras el queso dure todo lo demás va a durar, el sol está más fuerte y me pega en los ojos y vuelvo a levantarme, reaparezco en casa, a un costado del balcón, hoy es un nuevo día, hoy es otro día, de esos días que son uno tras otro el día a transitar a través de las letras en una cuarentena que de a poco se hace invernal.

*Fragmentos de un diario de cuarentena asincrónico, desordenado y fugaz (relato nª8)


 

Lo que la cofia trajo*

En mi salida semanal, mientras cargaba con las bolsas de frutas, verduras y algo de quesos (siempre tiene que haber algo de quesos en casa) me crucé con una mujer que llamó mi atención.

La tipa iba a los saltos, desacompasada, con movimientos bruscos, tironeada por una hermosa rhodesian ridgeback de color marrón con un pelo brillante y músculos marcados por lo que no pude parar de mirar.

Cuando la perra detuvo su marcha para mear, esta abre sus patas y comienza a largar el líquido amarillo y espeso, en ese momento levanto la vista para el frente, y algo de la chica me llama la atención, en la cabeza llevaba una cofia de baño, con dibujos choclos o patitos, no pude ver bien. Junto a la gorra vi que tenía puesto un sobretodo negro, tipo uniclos, botas de lluvia, un barbijo blanco y sobre ese barbijo y entre la gorra y la cara, una máscara tipo de soldador, pero de las precarias que te venden ahora para que nadie te escupa sobre ninguna parte de la cara.

Esta imagen me transportó a dos universos distintos, el primero es el que va de suyo, es el que viene rondando la cabeza de cada persona que sale a la calle desde que estaba por largar la cuarentena y que se fue profundizando día a día, en donde todo lo demás, que no sea nosotros, termina siendo una amenaza

De esta primera dimensión surge la siguiente pregunta ¿Cómo vamos a salir de esto? ¿el futuro es con la cofia y el barbijo?

La respuesta a esta pregunta es la siguiente: Ni Idea, no sé qué dirán esta semana Slavoj Žižek y Byung-Chul Han, ellos lo explican todo, seguro que esto también pueden.

Siguiendo con las dimensiones abiertas, la segunda me pareció un poco más interesante, por lo menos a corto plazo, y es que esa boina plástica en la cabeza y el rostro cubierto por esa capa de plástico extraño, me transportaron, sin buscarlo, a las series en las que estuve buceando las primeras semanas de cuarentena, Poco ortodoxa y todo lo que andaba dando vueltas en Yiddish, no sé por qué, pero no pude parar de verlas, como diría Pitty, “casi sin pensar”.

Luego de ver la imagen de la chica y su pelo cubierto, volví a mi casa y cuando llegue realicé el siguiente ritual contemporáneo que consistió en lavarme las manos en la cocina, quitarme las zapatillas y pasarles un trapo con una mezcla de agua y lavandina a las suelas, luego dejarlos a un costado y poner la campera, los pantalones, la remera y el barbijo, en una percha que me estaba esperando, para luego volver a lavarme las manos.

El paso siguiente fue rociar con el “chif chif” ese menjunje de alcohol y agua las zapatillas, la campera, el barbijo, los pantalones y de pasarle alcohol en gel mandarina por mandarina, cebollitas de verdeo por cebollita y a cada uno de los productos que compre, para que luego de ello pudiera ponerlas en la heladera, en los cajones o en las alacenas.

Cuando termino, lavo nuevamente mis manos y preparo un mate y como ocurre cada vez que salgo a la calle y vuelvo al departamento, siento que mi garganta tiene algo y que seguro al otro día termino dando positivo de coronavirus o de algo peor que todavía no se conoce.

Con el brebaje preparado, me acomodo para recibir los rayos de sol que se cuelan por la ventana del balcón y, aunque el fresco va creciendo, abro un poquito una de las hojas para que susurre de cerca un viento que, en las otras ventanas golpea desacompasado, le pego unos besos al mate y me quedo observando el movimiento de las nubes en el cielo.

Sorbo un par de mates más y la imagen de esa mujer con cofia de baño vuelve a mi cabeza, qué sin darme cuenta, acomoda algo parecido a un recuerdo y destraba una puerta ubicada en ese lugar que no conocía, hundida en el fondo de mi memoria.

Probablemente esto ocurra por estar encerrado en casa clavándome durante lo que va de la cuarentena una catarata de series y películas en yiddish y confundí esa gorra de baño de figuras de choclos volando por el nylon con una kisui rosh.

Este Buenos Aires contemporáneo que se intercala entre la falta de contacto por temor al contagio del virus y por la veda al deseo con el que portan otros, me trasladó a otro lugar que era la misma ciudad, que no terminaba de reconocer, en la que ninguna superficie se nos hace amigable y el contacto con los otros es impensado.

Esa imagen me llevó a recordar de lejos a mis dos abuelas charlando en la cocina del departamento de ayacucho y a mi abuelo sentado al lado mío, explicándome como se tocaba el piano y convenciéndome que el león blanco, alguna vez, en algún lugar iba a volver a encontrarla.

Estos millones de días me traen muy cerca otros millones de días donde el dolor por la falta estaba presente y todavía sostenía vínculos con una parte de un pasado que sólo vuelve en gorras de baño y sombreros skas.

*Fragmentos de un diario en cuarentena, asincrónico, desordenado y fugaz (relato nº 6)

Lucas Rozenmacher

Fotografía: M.A.F.I.A.

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