«Aquí éstas crónicas conurbanenses en aislamiento sanitario, desde un aislamiento histórico, que puede encontrar formas de revinculación y animoso espíritu emancipador, gracias a Universidades Nacionales, como la que nos reunió, la UNPAZ.”
Taller La Mirada Errante (MUPE/UNPAZ) Coordinado por Sebastián Russo. Participantes: Flor Baez, César Bellatti, Oscar Miño, Patricia Carrizo, Darío Triscali, Fernanda Maldonado, Analía Delgado, Hugo Gauna, Laura Valenzuela, Camila Cáceres y José Peñaloza.
Texto completo de presentación en la Primera Entrega
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Todos los días parecen domingo
Memorias conurbanas de la pandemia
-4ta Entrega-
(César Bellatti – Analía Delgado – Patricia Pilar Castillo – Darío Triscali – Fernanda Maldonado)
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Un manual, las vías, y un sueño
Era un manual Kapelusz de cuarto grado, su tapa blanca con un arco iris que envolvía al número cuatro, y los bordes de sus hojas estaban ya redondeados. Lo había usado uno de mis hermanos mayores, y siempre estaba en el modular que teníamos en la cocina comedor que mi viejo siempre refaccionaba, revoque, piso, pintura y más.
En los veranos mis vacaciones eran una semana en Villa Rosa en la casa de mi primo Juan Manuel que tenía mi edad, y las vacaciones de él eran una semana en Manzone en mi casa a jugar conmigo. Recuerdo que cuando él venía yo le mostraba ese manual, en una de sus páginas había un mapa del país con todos los ramales ferroviarios, San Martín, Belgrano, Roca, Urquiza, Sarmiento. Yo le enseñaba que en ese mapa estaba el nombre de mi barrio, y que la estación estaba a seis cuadras de mi casa. Le decía también que los viernes a las seis de la tarde pasaba un carguero con 22 vagones muy despacio, si corríamos y nos trepamos íbamos hasta Misiones, y que podíamos hacer lo mismo en el San Martín en la estación de Villa Astolfi e irnos hasta San Luis. Todo eso porque había visto un capitulo en el que ALF y Willy se iban en un carguero a recorrer Estados Unidos. Cuando seamos mayores, apenas cumplamos 18 años lo hacemos me decía él.
Hoy tenemos 38 y hace como veinte años que no nos vemos ni hablamos; el otro día mientras invocaba estos recuerdos, algo que hago bastante en esta etapa de cuarentena, pretendí emular esas sensaciones generadas en el niño que admiraba ese mapa. Pero los buscadores de internet no ofrecen colores gastados como el blanco de aquella tapa, ni bordes de hojas redondeados por los dedos que se humedecen para pasar las hojas. Si conseguí, mapas e historias de quienes recorren pueblos y estaciones que yacen al costado de las vías posadas sobre durmientes de madera. Esas historias reavivaron el sueño frustrado por el pasar del tiempo y la época en la que me tocó existir. Con emoción de niño invadiendo un cuerpo adulto, decidí concretar mis deseos, pero debía ser especial.
Investigando teorías de viajes en el tiempo, llegue a la conclusión de que lo planteado por el doctor Brown en volver al futuro era posible, pero debían combinarse diversos tipos de física, algo de mecánica, electromagnética y cuántica. Un vehículo circulando a 88 millas por hora en línea recta, impulsado por 1.21 Gigawatts de energía, en un artefacto emisor de ondas ionizantes, y que a la vez cruce por un lugar en el espacio cargado de ondas RRF, abriría un portal que permitiría viajar en el tiempo. Esa era mi aventura, mi escapatoria de esta realidad de aislamiento causada por la pandemia, y mi barrio, las vías y mi espíritu tenían todo para concretarla.
¡El vehículo! Una zorra ferroviaria que descansa en las vías de la estación/museo Toro allí en Derqui. Las vías el trayecto en línea recta. Para la energía debía esperar una tormenta eléctrica, casualmente el pronóstico daba una para el día siguiente. Dos microondas tirados en un basural lindero a las vías, donde unas gallinas picotean no se que cosa, me otorgaron el magnetrón, ese artefacto que impulsaría a la zorra con las ondas ionizantes generadas por el rayo. Y el espacio cargado de ondas RRF, una antena de telefonía que se encuentra a un kilómetro de la estación de Manzone. Todo estaba a mi favor, solo debía planificar y ejecutar, pero no quería realizar esta hazaña solo, así que busqué a mi primo Juan Manuel por Facebook y le envié un mensaje, anhelando que no sea indiferente de una épica fantasía que emergió nuevamente de lo más profundo de mi ser. Pero solo obtuve un mísero cambio de color en las tildes de recepción del mensaje, si, me había clavado el visto.
Ese mismo día por la noche, me vestí con ropa negra, me puse unos borceguíes, y caminando por la vía en dirección a Derqui, fui en búsqueda del vehículo, llevando conmigo un bidón con cinco litros de aceite negro para lubricar sus rodamientos y así hacer más fácil el traslado. Aproveche también el largo, oscuro y sigiloso trecho para pensar. ¿Si me iba al pasado o al futuro, que iba a hacer? En el pasado trataría de evitar que Menem gobernara el país en los 90, así los trenes no se abandonan y mi yo del pasado podría cumplir sus sueños una vez adolescente, además de aprovechar para viajar y conocer en una época en la que nadie me conoce. ¿Y si caía en el futuro? Bueno, eso seria incierto, así que debería improvisar una vez allí.
Entre tanto pensar y hablar conmigo mismo, ya estaba cerca de Toro, allí estaba la zorra ferroviaria. Valiéndome del encuentro con Morfeo que el guardia de seguridad del predio mantenía, comencé a lubricar todas sus partes, y luego de unos minutos de vaivén de ablande, ya podía afirmar que era mía.
Quinientos metros antes de la antena, en dirección a Manzone, luego de quitarle el motor a explosión y acoplar los magnetrones con cable de 16 milímetros a los rodamientos, deje la zorra tapada con arbustos y me fui a descansar.
Me desperté a eso del mediodía y fui hasta la ferretería, compré tres jabalinas de cobre y 10 metros de cable de 25 milímetros. Acople las jabalinas quitando los tornillos de los rieles, y las distribuí en el trayecto de 500 metros. Con los diez metros de cable forme un aro grande que dispuse a nivel en paralelo a la antena, así terminó ese día, todo estaba preparado.
Tormenta eléctrica por la madrugada decía el pronóstico, sin poder dormir, en mis quizas últimos ratos en este tiempo, no deje una carta ni comente a nadie mas acerca de mi aventura. Solo me dedique a mantener elevado mi deseo de curiosidad y la potencia onírica de mis sueños, cosa que había disminuido un poco desde el instante en el que mi primo me ignoro. ¡Ah! Olvide mencionar que un alto nivel de emoción era requisito también para la apertura del portal.
¿Y si no funcionaba? Me pregunté. Iba a dejar todo así nomas, un experimento nunca realizado, una teoría nunca comprobada, un adulto flasheando, y la pasión disminuyendo, abofeteándome, poniendo mis pies sobre la tierra, en la madurez otra vez. Salí a la vereda a terminar de desahuciarme con la realidad. El cielo estaba cubierto, eran las diez y media de la noche, ruidos y rayos decoraban el cielo, la tormenta se había adelantado, y el viento favorecía el andar de un cartonero apurado por refugiar su recolección. Pude apreciar a la distancia una bolsa que se le cayó, y al recogerla para devolvérsela, su interior contenía algo más que papel para reciclar, mi reencuentro con el manual Kapelusz. Su tapa gastada, el mapa en la página 19, y la emoción que se incrementó. Así como estaba emprendí la carrera hasta el experimento, todo tomaba forma otra vez. Llegue y me senté, asegure un cinturón y afirme mis manos en unos manillares aislados.
Con gritos fuertes e intimidantes, provocando a la tormenta, el primer rayo dio en la primer jabalina activando el movimiento, un primer y brusco impulso que presiono mi cuerpo sobre el respaldo. La segunda jabalina recibió a el segundo rayo que brindó más velocidad, a la vez que distribuía energía por los rieles concentrándose en el aro. Las ruedas de hierro se afirmaban, emanando chispas mientras rechinaban ante el reencuentro con su elemental compañía, los rieles. El tercer relámpago llegó, la velocidad era la ideal, mis oídos ensordecidos por los estruendos, mis ojos enceguecidos por la intensidad lumínica que el aro destellaba. Cerré mis ojos, tape mis oídos y simplemente viaje.
Cesar Bellatti
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Cien días
Pasaron varios días en los que decidí no escribir, ni leer, ni nada. Solo el tiempo que puedo, dormir, aunque eso me traiga discusiones con mi compañero que se enoja y me dice que es una pérdida de tiempo. Y no lo entiendo, porque se enoja por el tiempo que pierdo. Si no pretendo ganar más, y yo pienso todo lo contrario. Y defiendo mis ganas de dormir y descansar mis sueños, sin que se acerquen a esta pesadilla a la que me hicieron parte. De la que no entiendo mucho cuál seria mi parte funcional. Más que sufrirla y no elegir, la aborrezco, no solo por quitarme pasos dentro del camino infinito, que me sacan de la rutina. Cuando quiero salir de mi burbuja y ver qué pasa con la vida de los sobrevivientes. Siento que las herramientas que me dan no me defienden, porque no sé si estoy demasiado lista para pelear con todas las enfermedades que me generan estar encerrada conmigo misma. Sino ¿de qué debería defenderme? ¿Acaso no me creo responsable de poder salvarme? ¿Quién será este enemigo? Mi conciencia. Que debería funcionar de forma totalitaria y hacer fusión con la razón, armar trincheras internas que me hagan inmune a esta enfermedad, en caso que me visite el miedo y destruya todas mis defensas. Mientras pienso en que los días, sean el único remedio para salvarme, siento una ambigüedad que me irrita. Quiero salirme de esta rueda que nos hace girar. Estoy mareada. Ya no quiero creer que soy afortunada, porque de fortuna no supe nunca. Tampoco privilegiada porque no tengo ventajas si me alcanza la muerte. Decido dormir el tiempo que pueda y no abrirle la puerta al miedo y que se instale como un huésped que no es bienvenido. Y me moleste toda su estadía, a su ordenanza, amenazados de que la libertad de ser cuerpos vivientes, sociables y empáticos será letal. Y no podría salvarnos ni siquiera el amor porque ni en agonía podríamos abrirle la puerta y abrazarlo.
Pero lo que me puso más triste es darme cuenta que todo eso que escribo y pienso todo el tiempo, es todo lo contrario de lo que hago. El miedo entró de a poco en mi. Dejé de ir a ver a mi madre, porque transportarse hasta su casa implica viajar en transporte público. Y como según las estadísticas soy casi pobre, lo único que manejo es la tarjeta SUBE cuando la sacó del bolsillo para viajar. Quizás eso fue lo que empezó a ponerme así, en este estado de soledad interna, con la que peleo aunque sea haciéndole frente con pensamientos rebeldes y sueños más largos. Dejé de hacer pan casero todos los días y cantar canciones fuerte. Limpio dos veces a la semana, como si sienta que así el virus no se anime entrar a casa. Le tiro al compost todo los días y lleno mis botellas de plástico. Como si con todo eso estaría a salvo, entre la guerra de los que creen y los que no, decido ser de las creen. Pero de las que creen en su conciencia, en descansar la mente de tanta mala palabra, de cerrar los ojos y no ver a los míseros desclasados que deciden siempre avanzar sin mirar a los costados. Golpear ollas en vez de llenarlas, quejarse de los que hacen y no hacer nada. Decido ser de las que creen que hoy el tiempo es conmigo, a mi ritmo. Decisiones y creencias. Cuidarme para cuidar a quien me dio la vida sin saber que hoy yo podría salvarla. Que mi cansancio maternal sea la fortaleza que me falta para sobrevivir un día mas. Inventando juegos con cualquier cosa para entretener a Lisandro y quedarme más horas sentada hablando con Mariano, sin preocuparme si hace la tarea, pero sí como se siente con la incertidumbre y el adolecer. Atender videollamadas de mi familia y vernos un rato. Hablar horas por mensajes, con caracteres interminables, con amigos en redes sociales. Salvarme los sábados escuchando otras historias de compañeros que resisten conmigo, sosteniéndonos con salidas imaginarias, de puertas que abrimos un ratito para ver realidades diferentes a la que tiene cada uno. Y así sostener la cordura y distraer un poco a la incertidumbre, que muchas veces parece que crece más que las estadísticas de pobreza, que ensanchan la brecha de la muerte. Elijo creer en el tiempo, en el que cada uno elija, desde la conciencia hacia la salvación o hacia la misma muerte, desde el privilegio o la desdicha, quién sabe.
Analía Delgado
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Raíces
Dos días y una noche duró mi primer viaje en tren hacia Andalgalá. Eso fue hace mucho. Esa necesidad de volver hizo que nunca me importe el tiempo que llevara transitar esos más de mil seiscientos kilómetros hasta allá. Ahora tomo un micro que sale desde Pacheco y en quince horas llega a la ciudad de Catamarca, y desde ahí tengo tres o cuatro horas más de viaje en combi dependiendo como está el paso de La Quebrada de La Cébila, porque si hubo algún derrumbe todo se atrasa.
Tengo una hora de espera para seguir con mi viaje. Me da tiempo de ir a visitar a la Virgencita del Valle y a comer un “carlitos” en el bar de enfrente de la plaza central. Observo ese tostado intentando registrar bien la receta, quiero que sea una de las opciones para invitar en las tertulias cuando empiece la primavera, también pan de jamón, berenjenas en escabeche, empanadas con la carne picada a cuchillo y la masa casera, y llevo el vino patero que hacen en el pueblo.
Vuelvo a la terminal para salir rumbo a Andalgalá. Allá voy. En ese trayecto, donde por largo rato voy viajando por una ruta entre dos montañas, siento que descanso, me pregunto:-¿Por qué estoy tan lejos? ¿Por qué no me quedo a vivir aquí?
Llego a la casa que era de mis abuelos, me gusta este lugar porque está ubicada justo al final de la calle, y más allá todo es campo y a lo lejos solo se ven los cerros riojanos. Voy caminando campo adentro, me dejo llevar por el olor a jarilla mientras busco las piedras más grandes que quiero en mi jardín, las elijo, y aunque es imposible moverlas, se van a ver lindas cerca de la biblioteca que está debajo de la glorieta de glicinas, donde están los bancos de plaza; la otra biblioteca más chica está al lado de la higuera, para los que quieran leer ahí hay otro banco o se pueden acomodar en la hamaca paraguaya, y al lado del guayabo hay un sillón viejo de madera que todavía resiste.
Sigo caminando, entre piedras y arena me encuentro con un esqueleto de un animal, no creo que sea de cabra, es muy grande y la mayoría de los huesos tienen un color verde, no tiene signos de putrefacción solo ese verde casi fosforescente que tiñe las piedras que lo rodea. ¿Qué será? No suelen haber vacas por aquí, y pensar en la idea de un puma me da escalofríos, quiero volver a la casa. No sé cuánto tiempo permanecí ahí queriendo descifrar con ojos de improvisada paleontóloga esa perdida osamenta que a nadie le importa en el medio del campo. No hay nada a mi alrededor, y quiero volver. Nunca aprendí a guiarme por los puntos cardinales, porque estaba mi abuela para decirme donde era el norte o si tenía que ir al oeste. Ahora estoy sola intentando encontrar el camino de vuelta. Desorientada, sigo, el atardecer que cae me recuerda que en el pueblo dicen que ese momento es “La Oración”, de orar, sólo se guían por la caída del sol y ésa es la hora. –Cuando estés en Buenos Aires recordá rezar a las seis de la tarde por si no ves el sol, me decía mi abuela Jesús.
El olor a pan casero me despierta justo a tiempo para sacarlos del horno. Los pongo en la batea de algarrobo que traje en el último viaje, ahí también dejo el amasijo para que leude antes de hornear, en esa batea que también estaban los panes para la merienda de mi papá niño, me preparo un mate cocido con burrito y entre esos sabores siento que vuelvo a mis raíces en Catamarca.
Patricia Pilar Carrizo
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El comienzo de mi muerte
Mes complicado mayo, y mas de cuarentena, los recuerdos afloran, 15 años que te fuiste y tú presencia renace más fuerte.
Golpeaban las manos, miré por la ventana, no sabía quién era, había tres mujeres, salí y me acerqué al portón, hacia calor, era verano, las reconocí, eran Claudia, Andrea, y Elizabeth, me sorprendí, nunca habían venido, le pregunté que pasaba? Me respondieron, falleció. No pude decir una palabra, un nudo se me hizo en la garganta, las miré. Me di media vuelta y me metí adentro. Me dirigí al baño, cerré la puerta, y el llanto era incontrolable. Este era el comienzo de mi muerte.
El 27 de junio de 1945 a las 9 de la mañana, estaba prendido a la radio. Se hacía el sorteo para la colimba, los números pasaban y ya llegaba el mío, me temblaban las piernas, estaba re nervioso, y escucho 312 945, no lo podía creer, me tocaba Marina, miré hacia la ventana, el día estaba nublado y frío, solo pensé que iba a estar dos años alejado de todo. Después de estar estático sin poder moverme por una hora, pensando y pensado, me levanté y salí, mi dirigí a su casa, se que era difícil. Su familia no me quería, teníamos diferentes estatus sociales , ella era de Bella Vista y visitaba el Royal Club , yo era de San Miguel y mi pasión era el fútbol, para ellos no éramos compatibles, igualmente fui, golpeé las manos y no me respondieron , a los 15 minutos de esperar bajo el frío sale ella, Susana, el amor de mi vida, me saludo con un tibio beso en la mejilla y me dice nos vemos en una hora en el lugar de siempre. Se dio me vuelta se metió adentro, por la ventana me miraba la madre, siempre con la misma mirada de odio. No me quería. En ese instante llegaba el hermano, lo vi y me fui por Entre Ríos camino a San Martín, de ahí caminé hacia Ritchieri y de ahí al centro de San Miguel tomando León Gallardo. Nuestro punto de encuentro era la 25 de mayo, un restaurante emblemático de San Miguel ubicado en la esquina de la plaza, en Belgrano y León Gallardo, a media cuadra de la catedral San Miguel Arcángel.
Entre me senté en la primer mesa y la esperé. Paso una hora y no venia. Ya estaba nervioso, pasaron casi dos horas y aparece, me pide disculpas nos abrazamos, nos besamos y se sentó en la silla de al lado. Me pregunto que pasaba? Le conté que tenía que hacer el servicio militar, Marina, durante dos años. Ella lo minimizó, me dijo no hay problema, pasa rápido, nos vamos a escribir y ver cuando te dejen venir. No te hagas problemas, sus palabras me calmaron. Días más tarde me llegó la carta que me tenía que presentar a la revisación médica en Campo de Mayo el 15 de julio. Ese mismo día me presenté y me aceptaron, no pude zafar, ahí mismo me dijeron que el 30 de julio tenia tenía que estar en Puerto Belgrano, en el sur de Buenos Aires, ahí en Punta Alta. Un día antes nos encontramos en el lugar de siempre, la abracé y le dije que pronto nos íbamos a ver y cuando vuelva nos íbamos a casar, ella no lo podía creer obviamente me dijo que si. Y así nos despedimos, yo me tomé el tren a retiro y luego el colectivo a Constitución. De ahí salía a las 19,45 el tren con destino a Bahía Blanca. No iba solo eran muchos los conscriptos que iban para allá. Subí al tren me senté junto a la ventanilla pensando todo el tiempo en ella. El viaje se hizo largo, 12 horas a paso lento. Al llegar a Bahía Blanca nos esperaban varios camiones militares. Nos hicieron subir y nos llevaron a Punta Alta. Ahí estaban los establecimientos donde nos ubicaron, el frío era mortal. Día tras día en los momentos libres le escribía diciéndole lo que la extrañaba. Me dirigía al correo y las enviaba, pero pasaban los días y no recibía respuesta, ya me preocupaba, no entendía nada, en un momento nos ordenan que tenemos que ir a Puerto Belgrano, que íbamos a estar en alta mar tres meses. No lo podía creer. Pero los tres meses pasaron y al volver a Punta Alta me dieron Franco, volví a San Miguel y apenas llegué fui a verla, la casa se encontraba en venta, nadie sabía nada ni a donde se habían ido. Le pregunté a mi familia si sabían algo de Susana, pero desconocían lo sucedido. Estaba desorientado, no sabía que hacer ni siquiera mi mejor amigo el Colorado sabía algo de ella, me dijo que desde que me fui a la colimba no supo más nada de ella. Era algo incomprensible, la cabeza me había estallado , no sabía que hacer ni a quien preguntar. Al tercer día me tuve que volver a punta alta. Me fui con las manos vacías. Fueron poco más de año y medio de sufrimiento, solo, triste, con frío, queriendo volver y encontrarla pero ya no era posible, se había ido sin ninguna respuesta.
El 14 de mayo de 1947 me dieron la baja, volví a San Miguel, y lo único que tenía en mente era encontrarla. Me recorrí cielo y tierra, golpeé todas las puertas habidas y por haber, hasta que un día me encontré con el hermano, desesperado le pregunté que pasaba, porque se había ido, por que no me respondía las cartas, por que se mudaron,? Solo me dijo no te ama más. Ella ahora está como monja en el convento de San Atilio. Así como me lo dijo me fui volando hacia allá, golpeé las puertas, toque las campanas, y nadie salía. Seguí insistiendo hasta que salió una monja, le pregunté por Susana, me dijo que la hermana Susana no podía salir, que volviera en otro momento, seguí insistiendo pedí por favor, entonces la fueron a llamar. Se acercó hacia mí y me dijo que no me amaba, que ahora su vida estaba consagrada a Dios, que me olvidará de ella y que continuara con mi vida. De dio media vuelta y se fue, no la vi más, rompí en llanto y caí al suelo, no podía creer lo que me estaba pasando, luego de un rato me levanté, me fui a mi casa tomé el bolso y me fui a constitución, pasaje de ida a Bahía Blanca.
Llegue allá y me instalé en una casa de una a familia que había conocido durante la colimba, tenían un humilde cuarto que les alquilaba. Mientras tanto trabajaba como mecánico en una taller cercano. Estuve tres años ahí pero ni un día la pude olvidar. En el 50 volví a Buenos Aires. Busque trabajo de mecánico, había a montones pero todos me decían que me tenía que afiliar al partido peronista, ni loco, yo era radical, así que ni loco rompía mis principios, primero muerto antes que ser un cabecita negra, me las rebusque como pude hasta el 55 que cayó el innombrable, ahí fui a la plaza de mayo a cantar el himno nacional, al poco tiempo encontré trabajo en los talleres del ferrocarril, ahí me establecí y continué con mi vida. Yo seguía siendo habitué de la 25 de Mayo, cierto día de octubre del 58 veo a una joven rubia pelo largo caminar hacia mi junto a un muchacho alto y rubio también. Me quedé duro, era ella, me levanté la encare y la salude, ella tímidamente me saluda, veo que tiene una enorme panza. Me mira, me dice adiós, sigue caminando y yo parado ahí duro sin saber que hacer ni que decir. No podía creer lo que veían mis ojos. Pero si apenas dos años atrás era monja y ahora esto. Era algo de no creer, me siento en la mesa me mira el Colorado me pone una mano en la cabeza y me dice, ya fue olvídala, ya fue. Que la iba a olvidar si era el amor de mi vida. Un año después sin querer o por destino de la vida conozco a Helena, creo que me enamoré o supongo que fue eso, o solo era para olvidar a Susana, no importa lo cierto que un año después estaba casado y unos años más tarde nacía mi primer hijo, Jorgito, con su llegada mi vida cambió, todo se veía diferente, pero siempre aparecía Susana, alguien me la nombraba o me la cruzaba en algún lado, era imposible olvidarla, en el 68 nace mi segundo hijo, Miguel, yo solo me abogaba a mi trabajo , mi matrimonio no funcionaba, solo eran peleas y peleas, vivía más en lo de mis padres que en mi propia casa. Allá por el 75 desahuciado de la vida me encuentro con Susana, nos sentamos en la misma mesa, en el mismo lugar que la última vez que me despidió, charlamos largo tiempo. Me contó que tenía tres hijas, pero que su matrimonio ya no funcionaba, nos volvimos a ver varias veces y nos propusimos dejar todos e irnos lejos donde nadie nos conociera, ya tenía todo preparado para que 13 de enero de 1975 nos vayamos para siempre, pero el 10 de enero Helena me dice que está embarazada, fue un balde de agua fría, no sabia que hacer, no podía dejar mi familia y menos un hijo en camino, un día después fui a ver a Susana y le dije la verdad. Y no nos íbamos a ir. La destruí. Pero bueno, en ese momento creí que fue la decisión correcta. Años más tarde la volví a cruzar, fue un frío hola y chau, pero para mi no era solo así, dentro mío seguía siendo la mujer que amé toda la vida, hasta que llego ese verano caluroso de 2001 donde comencé a morir.
Darío Triscali
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Nueva normalidad
Domingo por la mañana, que agradable tener la familia en casa, mi marido no trabajó, mi hijo y la novia con nosotros, salgo al patio de mi casa, un sol brillante en un cielo celestino. Y en la casa de al lado se siente el grito que desde chica escuchaba cuando el sol le pega de lleno a mi papá, levanta los brazos y grita- ¡es un día peronista!
Organizamos un asado. Es el día del trabajador y hay que festejar. Con mi marido fuimos a hacer las compras, salimos en el auto a la carnicería y luego a la verdulería, fuimos hasta el centro de San Miguel porque mi papá necesitaba dinero y sacamos del cajero.
Cuando llegamos mi cuñado ya estaba preparando el fuego, él siempre hace los asados, y también una ricas tortillas para acompañarlo. Mi hermana le cebaba mates, mi madre comenzó a hacer las ensaladas y yo aproveché para ordenar un poco la casa, hasta que este el almuerzo.
El día estaba fresco, pero el sol estaba a punto justo, así que armamos las mesas en el fondo de la casa de mis papás. En realidad sería en el medio, entre la casa de ellos y la de mi hermana, que vive atrás y yo entro a ese patio por una puerta para poder pasar por ahí sin tener que ir por la vereda.
El asado estaba más rico que nunca, la carne era muy sabrosa y tierna, eso es gracias al asador, decía mi cuñado. Tomamos un vinito, las tortillas le daban ese toque santiagueño. Aplaudimos al asador y a mi papá, que se pagó el asado.
Luego nos dió ganas de jugar al bingo. Mi papá, mi cuñado y mi marido se fueron a dormir, el tinto dió resultado. Quedamos mi mamá, mi hermana, mi sobrino, mi nuera, mi hijo y yo. Saqué el bingo que siempre lo tengo preparado para estas ocasiones. También traje el parlante y el micrófono, así no nos dolía la garganta luego. Comenzamos a jugar y entre risas y bromas nos quedamos hasta que el sol se escondió, y el frío nos hizo volver adentro de nuestras casas. Otra vez adentro.
Fue un día distinto y no estábamos todos. Extrañar a dos de mis hermanos y su familia me hizo recordar que cuando me desperté estaba feliz de ver a mi marido y no pensar que estaba trabajando en medio de una pandemia. Que cuando mi papa salió al sol lo vi desde mi medianera, y que desde ahí conversamos todos los días desde que todo esto comenzó. Que cuando fuimos a comprar nos pusimos barbijos, la ropa y zapatillas que son solo para salir. Estuvimos a un metro de distancia de todos, en el cajero, carnicería y verdulería. Cada vez que salíamos de un lugar nos poníamos alcohol en gel. Que al llegar a casa nos sacamos esa ropa y nos lavamos las manos y la cara con jabón. Toda la mercadería que trajimos la limpiamos con trapo y lavandina. Que el asado que compartimos lo hicimos manteniendo la distancia de un metro uno de otro. Sin compartir mate, es decir, en la previa del asado cada uno con su mate. Y pusimos una mesa para cada familia, en una mesa mis papás, en la otra mi hermana, sobrino y cuñado y en otra nosotros. Cada uno con sus platos y cubiertos correspondientes. El bingo fue de la misma forma, solo que añadimos alcohol en gel para desinfectarnos cada vez que repartíamos los cartones, obviamente jugamos por plata para hacerlo interesante.
Que aunque parecía domingo, era viernes. Y seguíamos en cuarentena.
Fernanda Maldonado
Foto: M.A.F.I.A
aaayyyy qué bajón, la última ni la leí, me dieron todas mucha tristeza, pero me gustaron!!! hay un par de esxs chicxs que escriben muy bien!
El dom., 28 jun. 2020 13:14, RELAMPAGOS – ensayos para una patria de la felicidad escribió:
> Negra Mala Testa posted: «»Aquí éstas crónicas conurbanenses en > aislamiento sanitario, desde un aislamiento histórico, que puede encontrar > formas de revinculación y animoso espíritu emancipador, gracias a > Universidades Nacionales, como la que nos reunió, la UNPAZ.” Taller La > Mira» >
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