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Hace unas semanas, la palabra expropiación volvió a pronunciarse desde la investidura presidencial. El antecedente de YPF emerge en la memoria y pone la vara alta. En su momento, CFK le había impreso una potencia en tres actos simultáneos: anuncio, proyecto legislativo y negociación con reloj de arena. Una proclama acontecimental. Una retórica del acontecimiento. Una expropiación, dicha, performatizada, hecha, reencauzando el horizonte deseable de lo que un gobierno popular debería hacer, frente al dilema innegociable de cuidar, asistir y mejorar la vida de su pueblo, en alma y cuerpo. Ahora (y siempre), expropiar una empresa testigo, dentro del sector agropecuario, resulta ser el modo en que un Estado nacional trastoque efectivamente el punto neurálgico del empate hegemónico: la obtención sin escalas de divisa extranjera y la formación de precios de alimentos para el mercado interno. Pero no solo eso.
La memoria trágica de la glosa expropiación se remonta a la consolidación de la élite agropecuaria y al proceso de acumulación originaria nacional: la tierra arrasada de un «desierto» para la nación, apropiada con la sangre de la espada y luego, gloria y muerte, expropiada y concentrada por fuerza de ley. La expropiación fue siempre un asunto de ley y lengua, de la lengua de la ley pero también la ley de la lengua arrasada, cortada a cuchillo. Campos donde la correlación de fuerzas políticas, se entroncan con la violencia fundacional (no solo) capitalista . Frente a ello, gran parte de los movimientos populares del siglo XX y XXI tradujeron en praxis política la responsabilidad de iluminar ese resto originario y de responder ante ella. A fuerza de ley, de lengua, y sin más. La palabra expropiación, en suma, se convirtió en (acontecimiento maldecible) la empuñadura de una palabra justa.
Fue el peronismo quien efectivamente puso en jaque de ley esa expropiación originaria y mostró que sembrar el suelo nunca se tradujo en servir a la patria, si no era el Estado quien desplegara las semillas y acopiara los granos. Si el peronismo fue el hecho maldito del país burgués, lo fue por qué, sin negar la propiedad, evidenció su mecanismo de reproducción y demostró la imperiosa necesidad de que el Estado ingresara en esa discusión. En definitiva, le arrebató a la propiedad la pregunta perturbadora acerca de lo propio.
Lo ex-propio se constituye pues como campo de disputa y figura subversiva. Reverberando en mitología macartista e intentado esconder tras el fulguroso desparpajo de concentrar la riqueza hasta la más recóndita offshore y esperar que el corazón financiero (no) estalle. Ese juego, sabemos, trae consigo una lógica de funcionamiento que tiene en carpeta a la extranjerización y/o a la presión incesante de que el estado socorrista se haga cargo de la deuda fraudulenta.
Ahora que esta valiosa palabra se ha proclamado, la tarea es sostenerla. «¿No es finalmente ese el ser de la política?», se preguntaba Horacio González en un texto fundamental. Por audaz, por clamar por no retroceder ante los cruciales avances.
Y porque la derecha no lo hace. La vemos día a día. Re-montando la parafernalia político- mediática – judicial para recuperar/sostener la ofensiva, a como dé lugar. Ante el mínimo resquicio, avanza, hace propia el ágora discursiva, sin dubitaciones, de modo panfletario. Con su lengua y esbirros liberados, digámoslo: empoderados
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Frente a este escenario, la pregunta por lo propio debe prevalecer. Así como sostener la palabra, la propia, es, debe ser un acto (el acto) primigenio de responsabilidad.
Lo propio. Como aquello que es de unx, pero también aquello que es lo justo. Por preciso, característico, pero también por lo que hace justicia, lo justiciero, lo que ajusticia. Lo propio. Como el signo basal de toda comunidad. De toda entidad existente. Como lo que expone el carácter irrenunciable de una identidad, o como se desee llamar a aquello que configura, de modo siempre lábil y trabajoso, «lo que se cifra en un nombre».
De allí que la expropiación, de aquello que fue/debe ser propiedad del pueblo, es decir, aquello que le es propio, por legitimidad ancestral, por justicia social, incluso, no deberíamos llamarlo expropiación, sino apropiación.
Apropiación, que es volver a hacer propio lo que siempre lo fue; que es también el principio del montaje, de la asociación de elementos que se creían incongruentes, y que una vez (re)unidos, por principio de una holísitica mesiánico pachamamesca, funcionan como una unidad inquebrantable, como si nunca hubieran sido lo que ahora son. Uno, una comunión (organizada) con el Otro, el maldito, la sombra/hecho terrible. Apropiación, del Uno, vuelto Otro, y así, Patria, Matria. O como sea se nomine la confluencia mítica que incluso, al darse, evidencia el límite, la frontera, de la propiedad, del nombre, de lo propio: nación clandestina. Anida en toda reapropiación una resonancia libertaria que como fuego interno se preserva y promete expandirse, arrasando las formas conocidas. Una fuerza instituyente (que algunxs mal leen destituyente, y otrxs mal leen instituida) que a golpe de compromiso militante conduce irremediable hacia un estado utópico de lo que ya no tendrá el nombre de propiedad, ni de propio. Un ex-propio, que es ya no será el Uno, sino expresamente el Otro.
Expropiar, por tanto, además de una palabra altiva que debe sostenerse, es una necesidad, un derecho. Es la forma de lo común en su más alta expresión. La que emerge de lo desechado (impropio y expropiado), para darse a la fuerza transfiguradora y creacional de la mutación y el devenir (el) Otro.
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Y aún más. Lo ex-propio. Como reapropiación de lo siempre (y justo) propio, no se expresa y despliega sino a través de una apología. Arbitraria, compadrita, hastiada. Una apología que, popular, trae a escena lo obsceno para la tibia tarde de canal privado. Una apología del que hace de su propiedad (en el capitalismo: su cuerpo, en el neoliberalismo: su nombre) la incomodidad del cómodo, del acomodado. He allí una fuerza. Potencia de lo impropio.
Lo impropio. Como la potencia expropiante de una habitualidad consagrada. Como la expresión de una lengua (sugieren) otra, (presumen, mal) extranjera, reapropiada. Como la fulguración refundante de la sombra, siempre inapropiada, y por tanto inapropiable. Lo impropio, como ciclo vital de lo que perturba la propiedad. Como aquello que se nutre del retorno audible del malón, de la racionalidad barrosa/libidinal que acecha al pulcro palacio porteño. Lo impropio como el ineludible resto pampeano que no puede cuajar en lo propio nacional, pero que, sin embargo, insiste en hacerlo, retorna, cual espectro, cual maldición.
La fuerza de lo impropio es -y, cuando no, debería serlo-, la energía mítica de la reapropiación, cuando lo expropio es asumido como justicia social, es decir, cuando se evidencia su «naturaleza» inapropiable, inapropiada. Si alguien se apropió de aquello que es del orden de lo impropio, incluso, comete una aberración constitutiva, original, originaria. La fuerza de lo impropio pues es restituyente y comunitaria, recuerda que la lengua y la ley son instituciones con flancos abiertos e intersticios en blanco, con flujo de gramáticas ingobernables si no se las libera y conversa con ellas. La responsabilidad de sostener la palabra (y la imagen) justa encuentra allí su cable a tierra, sus vacas vivas y acuíferos originarios, su lugar de afirmación soberano.
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Por último. Aquí, se comprende y no se peca de ingenuos. La política es también negociación: enunciar, medir consecuencias, sostener. Así como esperar, calmar las aguas, sobre todo, ante la crisis pandémica y un contexto regional sitiado por golpes de estado, gobiernos abiertamente fascistas, democracias frágiles y la institucionalización quirúrgica del neoliberalismo. El imperativo de la negociación y del diálogo es fundamental, no es duda; pero tampoco debe ser duda el sostenimiento de la palabra justa, en propixs y ajenxs. Por el contrario, la política de la justa expropiación es precisamente eso, una política, un camino, sinuoso, de avances y retrocesos, pero un acto de potencia arrasadora, que anida latente en la promesa de una comunidad organizada, en el anhelo de la felicidad del pueblo.
Sebastián Russo y Lucas Saporosi
Fotografía: M.A.F.I.A.
Estas ideas están inspiradas en lecturas y discusiones de/entre compañerxs; entre ellxs, Horacio Gonzalez, Natalia Torrado, Gustavo Míguez y Yamil Wolluschek.
20/07/2020