Buena parte de la ciencia económica mainstream insiste en mantener la pretensión de ser una ciencia exacta. Incluso entre quienes se proclaman heterodoxos, es difícil resistir a este canto de sirenas. Los dispositivos de cálculo que utiliza, sin dudas útiles en tanto herramientas controladas de análisis, le permite descansar en la ilusión triunfal de ser una buena hija del objetivismo más riguroso. Pero esto al precio de dejar de lado cualquier reflexión sobre los presupuestos teóricos bajo los que se utilizan dichos instrumentos. Esto se traduce en una serie de aberraciones epistemológicas que, bajo la apariencia de las verdades más evidentes, no hacen más que reproducir un discurso muy seguro de sí mismo. Es así como hace unos días el economista Emmanuel Álvarez Agis ha podido escribir en una polémica nota: “La economía es una ciencia porque, entre cosas, predice que, enfrentados a los mismos incentivos económicos, las personas y las empresas reaccionarán de la misma forma sin importar si son argentinos, islandeses o estadounidenses”. La pretensión de predecir (que haría sonrojar a cualquier estudiante de primer año del resto de las ciencias sociales) descansa en un presupuesto que ha sido desmantelado desde hace al menos 150 años: la existencia de individuos abstractos que se guían por un cálculo racional.
¿Qué significa hablar de individuos abstractos? Que efectivamente no importa si esos individuos son argentinos, islandeses o estadunidenses; que tampoco importa si pertenecen a diferentes clases sociales, a elites privilegiadas o a minorías oprimidas; que no hace ninguna diferencia que sean protestantes, taoístas o hinduistas; que son individuos que no cargan con ninguna determinación y que, consecuentemente, independientemente de cualquier relación de poder, sistema de creencias, contexto social, histórico y cultural en el que se encuentren, el comportamiento de dichos individuos será el mismo frente a idénticos “incentivos”. ¿Por qué la ciencia económica puede predecir esto? Porque supone que, por detrás de todas esas diferencias, tratadas como circunstanciales y, por lo tanto, como secundarias frente al núcleo que realmente explica el comportamiento, se encuentra la racionalidad: todos actuarán de la misma manera porque todos son “racionales”.
Pero el presupuesto de la racionalidad, aparentemente tan evidente, es tramposo. Primero, porque se entiende dicho concepto desde un punto de vista muy acotado, que es el de la capacidad de realizar un cálculo que maximice la utilidad. Si tenemos la posibilidad de comprar un producto más barato y de ahorrar dinero o de utilizarlo para otra necesidad, lo haremos. Parece muy lógico, pero la realidad de la vida cotidiana y una cantidad nada desdeñable de investigaciones bien fundadas sugiere que esto no es tan obvio como parece. Básicamente porque no entramos en un paréntesis social al ir al mercado, como si nos pusiésemos un chip de máquinas de calcular. A veces preferimos gastar un poco más y mantener un vínculo con el comerciante cercano (esto mismo está documentado para las grandes empresas e incluso para países), lo cual indica que la acción económica se desarrolla sobre determinadas relaciones sociales concretas y no en el vacío. Segundo, porque la capacidad de ser racional, según la entiende la economía, es ella misma un producto social. Hizo falta siglos de historia y procesos sociales bastante complejos para que la gente pensara en términos de maximizar una utilidad individualmente y para que, además, tuviera internalizado los esquemas de cálculo pertinentes. Si fuese tan natural, no haría falta toda la educación financiera que los economistas mismos nos brindan en medios de comunicación, libros de autoayuda y blogs. Sería lo mismo que la medicina supusiera que los parámetros de alimentación que ella predica son los que guían las prácticas alimentarias de las personas (cuestión aparte es si es deseable o no que las personas efectivamente sigan los parámetros de los economistas). Un grupo de investigaciones ha dado cuenta del carácter performativo de la ciencia económica: esto quiere decir que antes que describir una realidad que ya se encuentra “ahí afuera”, la misma disciplina ayuda a construir dicha realidad a través de su discurso y de los instrumentos de cálculo que ofrece. Piénsese, por ejemplo, en las “recetas” de los organismos internacionales para construir las condiciones en las cuales debería funcionar un mercado. Tercero, aún cuando las personas intenten maximizar su utilidad, no necesariamente actúan racionalmente desde un punto de vista objetivo. Es decir, creyendo actuar de la manera más racional posible, podrían no estar haciéndolo. ¿Por qué? Por varios motivos, como la falta de información, engaños, la existencia de diferentes fórmulas posibles para realizar un cálculo, etc. Pero la razón más importante, es que como los individuos que calculan nunca son abstractos, sino que pertenecen a grupos sociales con posiciones, historias y culturas diferentes, con una distribución desigual de recursos de todo tipo, e insertos en instituciones y relaciones de las más variadas, sus cálculos siempre se hallan situados social e históricamente. Por ejemplo, hacer un gasto importante para celebrar un cumpleaños de 15 puede ser más racional que invertir el dinero en un emprendimiento productivo o en un instrumento financiero. Porque las personas no necesariamente valoran la maximización como un bien en sí mismo y quizás tenga más sentido para ellas reforzar los lazos de solidaridad que las unen con parientes, amigos y vecinos a través de la celebración. Hace más de 100 años, Max Weber señaló que se puede ser racional desde diversos puntos de vista y en las más variadas direcciones, y que la construcción de conceptos sobre la racionalidad debería tener un carácter simplemente heurístico, es decir, el de permitir llevar adelante la investigación, mas no el de pretender que la realidad se ajuste a dichos conceptos. Buena parte de la ciencia económica (con notabilísimas excepciones) cae en el error de confundir conceptos puros con realidad, volviendo de esta suerte normativos a los primeros: la realidad no es algo que se deba interpretar sino lo que debe ajustarse a la teoría.
Pero si entonces las personas no siempre son racionales desde el punto de vista económico, ¿cómo explica esto el mainstream de la disciplina? Una primera forma es expulsando del Edén de la racionalidad a quienes comen de la fruta prohibida de la “irracionalidad”. Si las personas no actúan como se prevé, es porque son irracionales (con la evidente carga valorativa que esto implica). De esta manera, en lugar de explicar su objeto de estudio, da todos los elementos para juzgarlo moralmente. Otra forma de explicarlo (no son excluyentes), es culpando a las externalidades, es decir, a todo lo que no cabe en los estrechos márgenes del modelo teórico. La existencia de sindicatos, por ejemplo, sería una externalidad, quitando así todo análisis político y social que venga a manchar la objetividad económica. Entre esas externalidades, quizás la más importante sea el Estado. Tanto en las variantes ortodoxas cuanto en las heterodoxas, el Estado aparece como un actor que puede influir (positiva o negativamente según el caso) en la vida económica. Para los ortodoxos, la intervención del Estado en la economía es fuente inevitable de irracionalidad, porque sólo los individuos pueden conocer lo que les conviene. El Estado no puede organizar esa masa ingente de preferencias que guían la vida económica cotidiana porque no tiene la capacidad de ver la totalidad. Si se involucra, desorganiza y genera ineficiencia, además de totalitarismo. Sólo el mercado puede organizar coherente y eficientemente dicho magma de acciones individuales. Para los heterodoxos, más amigables con el Estado, este puede influir positivamente si da los incentivos correctos (por ejemplo, haciendo que las personas tengan más dinero para gastar en períodos de recesión). Obviamente estoy simplificando demasiado y existen diferencias muy marcadas entre ambas posiciones (que además son heterogéneas al interior de cada una), pero me interesa señalar que el presupuesto es el mismo: la base para comprender cuáles incentivos dar o por qué no darlos, es que las personas son individuos racionales.
Pero entonces surge una pregunta: desde hace varias décadas la economía es una ciencia que participa en la centralidad del poder político. Uno de los ministerios más importantes de cualquier gobierno es el relativo a las cuestiones económicas, conducido por economistas. El mismo Agis fue viceministro de economía y actualmente coordina una carrera de economía en una Universidad pública. No nos interesa particularmente Agis, pero su propia trayectoria objetiva bien la conexión entre el saber económico como disciplina y la autoridad social y política de la que goza. Ahora bien, si todo se reduce a dar los incentivos correctos para que los individuos actúen de manera consistente con lo que se espera; si finalmente no importan las diferencias sociales, históricas, institucionales y culturales, ¿por qué no han podido dar respuesta a problemas que la Argentina viene arrastrando desde hace décadas? O bien no han sido consistentes con sus propios postulados, o hay más elementos en la vida social que esos postulados no contemplan. El facilismo con el que muchas veces afirman qué se debe hacer o explican el por qué de los fracasos, como si se tratase del más evidente cálculo, contribuye sin que lo sepan (incluso en los casos más bienintencionados) a consolidar un imaginario en el que todos los males provienen de la ineficiencia y/o corrupción política, que no habría sabido o no habría querido seguir las medidas.
Todo esto no equivale a decir que la ciencia económica no tenga nada para decir o que sus análisis no sirvan en absoluto. Se trata más bien de afirmar que tanto ella como el resto de las ciencias sociales (la sociología, la antropología, la historia, la ciencia política, entre otras) ganarían mucho en entablar un diálogo más igualitario. Tildar como “chamuyo” investigaciones provenientes de otras áreas del conocimiento con gran sustento teórico y años de trabajo empírico, no parece el tipo de intercambio más razonable para una disciplina que pretende ostentar una actitud científica. Ganaría mucha prudencia en sus aseveraciones así como fineza en sus análisis si finalmente reconociese que ella misma es una ciencia social. No porque el resto de las disciplinas tenga verdades definitivas, sino porque justamente no es posible abarcar la complejidad del mundo social desde una única dimensión o variable. Reconocerse una ciencia social es, en primer lugar, reconocer esa complejidad y la imposibilidad de tener un discurso acabado sobre su objeto de estudio. Por otra parte, al resto de las disciplinas estamos llamadas a dejar de lado de una vez por todas el sentimiento de inferioridad que muchas veces nos produce hablar de temas económicos frente a economistas y que nos conduce a retirarnos antes de comenzar. Hace tiempo que se vio la obsolescencia de las investigaciones compartimentadas, como si se tratasen de esferas aisladas de la vida social (economía, política, cultura, etc.). No somos culturales cuando tomamos mate y económicos cuando compramos la yerba, sino que somos las dos cosas en los dos momentos. Por esto es importante construir un diálogo transdisciplinario, como ya viene crecientemente sucediendo en muchos centros de investigación en el mundo y en la Argentina. El desarrollo que vienen teniendo los estudios sociales de los mercados, de las finanzas, de las valuaciones económicas, del consumo, del dinero, entre otros, atestigua esta vocación colaborativa. Pero para esto se debe estar a la altura del diálogo, el cual exige verdaderos programas de investigación colectivos y no meros encuentros para que cada parte explique al resto su propia postura. Son los problemas acuciantes de nuestras sociedades las que demandan dicho diálogo y compromiso, para lo cual hay que estar dispuesto a dejar de lado la historia épica y autoalabatoria que cada disciplina se ha construido para brindarse razones de ser. Nuestras labores cotidianas deberían estar enfocadas en brindar elementos que permitan, si no resolver (pretensión que la ciencia puede pagar muy cara), al menos comprender y ayudar a mitigar las desigualdades que nos apremian.
Pablo Figueiro
Doctor en Sociología, profesor e investigador del IDAES / UNSAM.
Director del Centro de Estudios Sociales de la Economía
Fotografía: M.A.F.I.A.
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