Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo.

Homero, Ilíada, Canto I.


Los ríos Janto y Simunte intentan sumergir en sus aguas a Aquiles
(Ilíada, trad. Luis Segalá y Estalella, p. 327)

Si la antigüedad de los idilios se sintetizara en la madurez de un hijo trunco, producto de los mismos, ¿cuántos adolescentes, jóvenes y adultos nos asecharían con sus preguntas? El período que va de un recuerdo a esta parte tiene edad y tiene efigie, tiene la forma de un vástago. Ciertas experiencias alcanzan la mayoría de edad, y se emancipan. Un duelo parido a fuerza de reinterpretaciones; una compra saldada en cómodas cuotas anuales.

Así, ese absurdo es hoy el fantasma de un niño de tantos años; aquel otro, un espectro que encarna en su pubertad, y aquello, la sombra de un veinteañero melancólico y fugaz. El de recién, ay, sietemesino, prematuro.

Para examinar un símbolo, una divisa, se requiere de precisión quirúrgica. Un mal movimiento, el pulso que falla, y el temblor propaga la putrefacción sobre los órganos vitales. Diseccionar la epopeya; amputar al héroe trágico su talón, allí donde sólo es vulnerable. Recordar que proviene de un suburbio de la Hélade, casi bárbaro, y baja su talla, como la de su pueblo a extramuros.

Cuenta la anécdota el filósofo, testigo del paso napoleónico, y dice haber visto pasar la historia a caballo. Una nación hecha carne, como un torbellino, hombre-pueblo, desestructurándolo todo. Porque hay imágenes, mínimos destellos, que concentran toda la sintomatología de un proceso que puede durar décadas. Envasando el caos en un cuerpo, pretendiendo que no estalle en mil pedazos y contradicciones.

Trastrocamiento: ¿es el niño o el adulto quien se va, quedándose el otro como producto de su historia? ¿El pibe es la sustancia, y el ido sólo el cálculo con que contabilizamos lo vivido de aquel tiempo a hoy?

Debemos computarle su episodio colérico. O no. Los vates populares, épicos y trágicos completarán su labor como antaño. Inventariar los textos es cosa ociosa: todas las descripciones son válidas, a más de inacabadas. De buena fe, notar cierto parecido es constatable en pos de negar equivalencias. Imágenes plebeyas que, como otros octubres, brotan de la tierra, primaverales, caudillescas, atraviesan fosas y murallas, y se perciben partícipes de una epopeya.

Volver al niño: el vaticinio que se cumple, el destino que está escrito por su artífice, y con derechos de autor. Quizá la ninfa, su madre, le haya hablado de las suertes en juego: la vida larga y superflua, o la efímera y gloriosa… La ternura con que la pequeñez aguarda la grandeza. La camaradería que lo vence, que lo lleva a la desmesura, el pecado divino por antonomasia. Y el catálogo de naves y de tropas, de clubes y de barriadas, que memoran formaciones en los campos de juego y de batalla.

El ciclo está cumplido; el sabor es agridulce. El héroe, en su cólera, ruge. Veamos, sino, el primer relato: El hijo de Peleo, por su parte, se lanzó contra él como león que deseara aplastar a una multitud de hombres, a un país entero. La fiera, primeramente, se adelanta desdeñosa, pero cuando un vigoroso cazador, ágil en el combate, la ha herido con su lanza, el león se agazapa abriendo sus mandíbulas, arroja espuma por la boca, esconde apretada su indómita fiereza en el fondo del corazón, azota con la cola sus caderas y sus flancos, se excita a sí mismo al ataque y, por fin, con mirada ardiente de amarillos reflejos, decidido a matar a uno de los cazadores o a encontrar la muerte en primera fila, así el ardor y la bravura impulsan al heroico Aquiles a salir al encuentro del magnánimo Eneas. Homero, Ilíada, Canto XX.

Por Juan Abate

Docente. Politólogo.

Trabajador de la Biblioteca Nacional.

Fotografía: M.A.F.I.A.

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