A un país le pueden extirpar una de sus utopías, pero queda la memoria, queda un pueblo. Pueblo que sueña una revolución. Aquella de lxs desheredadxs. Revolucionario sin revolución, eso fue. Y si hay algo que añadir a esa bella imagen que Andrés Rivera dedicó a otra revolución soñada, es que el pueblo no traiciona al que no lo traiciona. Y entonces lo soñamos. Y lo soñamos eterno. O quizá, como reza el poema borgeano, no eterno, como el mármol, pero sí inmortal, como los ríos y los árboles. O como el movimiento universal de una pelota, su pelota, cuyo trayecto es inabarcable e irreversible.
Inmortal, entonces, promesa de redención para todos y todas, que es el sostén de nuestra potencia bárbara, esa que sufre y continúa en histórico proceso de sometimiento. Y que en los entramados populares y comunitarios cifra el por-venir emancipatorio de la justicia social. Y en esa proyección, el pueblo es memoria. Por eso las lágrimas surcan el cuero curtido y, a veces también, los cutis que impecables notan cómo de a poco las gambetas de la memoria dejan estrías.
Inmortal, pues, como el barro. Como lo barroso, en realidad. Que es la infancia. Nuestra infancia. El juego, el feliz ensuciarse. Y que tiene a la Ley como su reverso, un(a) orden y límite: no te ensucies. Limpiate. Emprolijate. Acomodate. Anestesiate. Vendete.
¿Quién da la orden de no ensuciarnos, de negarnos nuestra infancia? ¿Quiénes se envuelven en la pretensión de un régimen de conducta que atenta contra, cuando no directamente niega, nuestros sueños de felicidad y nuestro derecho a la tristeza? ¿Por qué negar(nos) nuestros mitos bárbaros, o su potencia emancipadora? ¿Por qué no soñar con una revolución de botines gastados y tobillos esguinzados? Cabecitas negras, rulos al viento. Como los suyos. Con las patas en la fuente y una casa, la del pueblo, nuevamente tomada, pero por el pueblo, y teñida, por esas cosas del realismo mágico, de color rosa.
Que la moral burguesa bufe lo que tenga que bufar, qué más da, desbordada por los rituales que ignora y detesta: esos que conjuran a Dios en esta tierra para que nos regale un prisma de imágenes paganas, como las que Moura imaginó, entre sueños y ausencias. O como las que Charly convirtió en un blues. Que esa moral burguesa que poco sabe, que no puede saber, de los sueños barrosos de la revolución, lance el grito al cielo (y a las redes sociales) por la insolencia de aquello que perdura y resiste: el amor de un pueblo.
La conciencia moral, concluía León Rozitchner en un libro escrito durante su visita a la Cuba inmediatamente posterior a Playa Girón, plantea una dignidad que se pretende absoluta y que no es otra cosa que un marco material y represivo para justificar un privilegio: el de poseer la potestad del dedo acusatorio. En ese ademán, se edifica un universo que encubre la realidad material de lxs otrxs, que no son sino aquellxs de los cuales lxs burgueses dependen. O de otro modo: “la conciencia moral ha debido reprimir, para no ver y dejar fuera de sí, la parcela de humanidad desdeñada que le sirve sin embargo de sustento”. Y así, el dedo levantado no revela nada de lxs acusadxs sino que, más bien, ratifica el oportuno aprovechamiento de las circunstancias para seguir ejerciendo un dominio sobre lxs otrxs. De allí que el León enamorado de esa isla de nuestras utopías del siglo pasado, que también enamorará –y le salvará la vida– a un nacido en Fiorito, piense a lxs “honestxs” de la burguesía como individualidades cuyas acciones proyectadas con pretensión de totalidad sobre la sociedad buscan simplemente ocultar una necesidad de sobreseimiento y autovalidación.
Cinismo y desdén. Mecanismo de defensa y germen de una represión singular: “las conexiones que reprimen en su conciencia deben a su vez ser reprimidas primeramente en la realidad, apoyadas en todas las instituciones que las mantienen en tanto ‘orden’ social”. El dedo acusatorio, por derecha y por izquierda, se obsesiona por el orden, que en definitiva es lo único que puede reasegurar su estatus dignificante. Por eso el conteo de costillas y la vigilancia de las buenas costumbres. Porque no se quiere el barro, no se puede con el barro. No queremos, dicen, esa suciedad. Pero la pelota no se mancha. Y sigue rodando. Lo que es lo mismo: el pueblo desborda y desbordará toda moral burguesa, una y otra vez. Y deja y dejará sus huellas de barro y lágrimas en la insolencia que reclama esa su felicidad, la de la infancia y el mito revolucionario, la de los sueños profundos de la patria y la matria, esos que, a veces, nacen a partir del deseo de ganar un Mundial.
Por Gustavo Ignacio Míguez
Docente de Filosofía
Fotografía: M.A.F.I.A.
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