El pueblo no olvida a quien lo hizo feliz… Gracias Diego.
Bandera en la Bombonera en el partido contra Newell’s.
La constitución de una identidad nacional suele gestarse, entre otras formas, a través de la invención de un pasado común. Esto encierra una estrategia brillante por medio de la cual se establecieron en la modernidad los estados nación que hoy conforman el globo, y que consta en marcar un pasado común que todos los ciudadanos de dicha nación compartirían, lo cual los vuelve justamente ciudadanos, hermanos, patriotas. Frente a la diversidad de culturas, tradiciones y costumbres siempre presentes en una extensión territorial amplia se imprime una herencia común que ficcionalmente comparten todos los habitantes de un territorio.
La identidad nacional es mito y ficción. Es una narración mítica de un pasado común que nos identifica, nos une y nos conforma como parte de un todo, de una nación. Pero esto no solo ocurre con la identidad nación, sino que aplica a toda noción de identidad ya que la propia idea de identidad es ficción, como toda idea, vale decir.
En el caso de la identidad propia la estrategia cambia, pero no deja de radicar en el origen. La idea de identidad remite a una esencia idéntica y estática que escapa a los cambios del tiempo, que niega cualquier tipo de cambio o mutación para permanecer idéntica a sí misma siempre. El alma, la esencia, la idea son conceptos que se sostienen en la noción de identidad. Pero nuevamente estamos frente a un mito ya que el tiempo y la alteridad trascienden. En nuestra propia identidad, en nuestro yo, ya se encuentra el otro como parte constitutiva de nosotros y así, la imagen de una identidad propia y pura se disuelve. Es cierto que somos, pero somos con el otro.
Ahora bien, ¿por qué pensar los conceptos de identidad nacional y hasta la idea misma de identidad si el objetivo principal de este texto es Diego Armando Maradona? Respondo: porque Diego, el diez, D10S, es un mito nacional, un ídolo que el 25 de noviembre pasó a ser leyenda y, así, parte de nuestra identidad nacional.
Diego Maradona fue, es y será parte de nuestra identidad nacional. Lo fue en vida y lo seguirá siendo ahora que ha muerto. Diego es ejemplo de pasión, lealtad, garra, fuerza, lucha y, por sobre todas las cosas, de amor por la camiseta. Es aquel que nos dio un mundial (la mayor proeza del futbol), es aquel que se enfrenta sin tapujos a los italianos que silbaron nuestro himno en el épico partido en el San Paolo del mundial del ‘90 (siendo Diego ídolo del pueblo napolitano), es aquel que derrota con una sola mano a los ingleses, es aquel que se retira de la cancha con los tobillos hinchados como una pelota. Diego Armando Maradona es parte de ese pasado mítico común que compartimos todos los argentinos, que nos enorgullece y nos da reconocimiento mundial.
Por otro lado, “hay que separar al deportista de la persona”, dicen, y Diego, la persona, nació en la pobreza, consiguió una fama única, sucumbió ante la droga, evidentemente no intimaba con anticonceptivos y maltrató mujeres. Diego en lo personal fue eso y mucho más. Fue un hombre que se horrorizó por la riqueza del vaticano, que defendió la soberanía de la Cuba de Fidel Castro, que proclamó la necesidad de la Ley a las grandes riquezas, entre muchas otras luchas que el diez siempre acompaño y militó.
Maradona, el ídolo y la persona, son un ejemplo de la ficcionalidad de la idea de identidad. Maradona no es uno sino múltiples, no es estático sino cambiante, no es esencia sino existencia. Diego Armando Maradona nos enseña la plasticidad, la mutabilidad, la metamorfosis presente en toda existencia y eso siempre va a ser un conflicto a la hora de teorizarlo o conceptualizarlo. El problema que se presenta a la hora de abarcar una figura como la de Diego Maradona es que, como siempre, gambetea cualquier posibilidad de encasillarlo en un concepto. Se escapa, se fuga, esquiva cualquier intento de ceñir una identidad estática y en ese sentido honra y resalta lo más propio de una vida que no niega la dinámica propia de la existencia sino que demuestra la dualidad más fantástica de su figura: la de ser dios humano.
Gracias, barrilete cósmico.
Por Lucía Inagaki Aprá
Profesora de Filosofía – UBA
Fotografía: M.A.F.I.A.
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