Es imposible escribir emociones, pero sí se pueden contar algunas cosas. Una, estaba preparando mi último final de la carrera cuando me enteré, y aunque estoy muy atrasado dejé de estudiar porque no pude leer ninguna letra. Cancelé mi día y me dediqué a ver las redes. Otra cosa, en un grupo de laburo dos amigas y un amigo dijeron: nunca vi un partido de fútbol entero pero no paro de llorar. Al toque, mi hermano Martín me escribió: me mató lo del Diego, increíble que me pegué así, el fútbol me chupa un huevo. Otra más, mi entrenador y amigo, Andrés, dijo: perdonen pero tengo cancelar, les puede parecer una locura pero murió una parte de mi infancia y mi adolescencia. Andrés, el adicto al trabajo que un domingo a la mañana que granizaba nos hizo entrar en calor porque decía que hasta que el referí no suspende el partido la mentalidad tiene que ser la de que se juega. Los rivales ni se habían cambiado, se reían en pantalones de jean porque era obvio que el partido no se iba a jugar: nosotros hacíamos abdominales y flexiones en charcos de lodo. Andrés tiene la edad de mi hermano mayor, treinta y ocho, y de varios amigos del trabajo. Me gusta haber nacido en el noventa, creo que somos una generación que nació en un tiempo correcto, pero hay algo que siempre les envidio a los que nacieron unos años antes: el amor y la pasión con que vivieron el Mundial de Italia, el recuerdo doloroso de Estados Unidos. A mi generación le falta haber visto un Mundial con Diego como jugador, esa es nuestra principal pérdida. El Diego es una marca generacional, y por eso me comprometo a contarle a mis sobrinos Pedro y Eva qué fue para nuestra generación haber visto un Mundial con Messi en cancha y Diego en el banco, de qué manera sufrimos, nos emocionamos y vivimos todo lo que pasó en Sudáfrica.

Otra cosa que pasó hoy: cancelamos una cena y uno de los pibes de fútbol, Lauti o Licha, dijo que había que juntarse en las plazas con pelotas de fútbol. Quizás ese sea el homenaje más lindo para uno de los tipos centrales de nuestra historia nacional: las plazas de todo el país, repletas de personas, de amigues que toman birra, se hacen pases con la pelota y en algún punto, cuando están ahí, saben que se juntaron a jugar por Maradona. En Argentina, el fútbol, es Maradona. Sobrevive, obvio, la leyenda, pero no podemos negar que hoy alguien murió, hoy podemos decir que una parte de nosotros está muerta, porque es la única manera que se me ocurre para entender, para poder estar un poco más cerca de explicar por qué somos tantos los que lloramos hoy como si hubiéramos perdido un familiar, un amigo cercano. Hoy podemos decir, hoy tenemos que saber, y tenemos que decir: una parte nuestra murió, hoy somos menos que ayer. Lloramos porque nos hacemos cargo, porque sabemos que somos menos. El Diego es una huella y un faro identitario eterno, que se murió como mito y, aunque parezca imposible, es probable que ese mito sea cada vez más grande. Ya no habrá nadie que pueda tener la última palabra y negar o afirmar si alguna vez, en una plaza, nos cruzamos con un pibe bajito, de rulos, y tiramos un par de pases, él hacía jueguitos y la llevaba atada, nunca vi a alguien matar la pelota así con la cabeza. Todo eso vamos a decir y no va a haber nadie que nos diga: eso es imposible, pero cuando vos naciste el Diego ya jugaba en Europa. Hoy tenemos que saber, tenemos que decir, en las plazas de Maradona, de pelota y de amistad, en donde sea: una parte nuestra ha muerto. Después, sentir lo que sintamos, hablarnos, consolarnos: son tiempos para hacernos compañía. Darnos un abrazo con cualquiera, como nos abrazamos en la cancha cuando nuestro equipo hace un gol, o cuando nos abrazamos en una plaza o una avenida, con un compañero de militancia. Necesitamos y queremos sabernos juntos en esta pérdida, en esta angustia, en este dolor. Eso, supongo, es lo que nos hace pueblo.

Por Tomás Schuliaquer

Escritor. Letras – UBA

Fotografía: M.A.F.I.A.

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