Fueron 14 días los que Maradona vivió aquí, en Dique Luján. El pueblo de Dique es Villa La Ñata, tiene puestos de carnada fresca y quintas con chalets que orillan el buen río que se traga toda la basura nuestra. Pero hace mucho tiempo que La Ñata quedó eclipsada por los barrios con porterías todo a lo largo del Boulevar de Todos los Santos. Fueron sólo dos semanas en las que El Diego vivió en el barrio privado, uno medio pelo en comparación con los enormes barrios que parten el humedal en pedazos áridos. Dicen en La Ñata que alquiló una casa al fondo, pegada a una laguna que por esos días se había hinchado de agua luego de una lluvia. Era una casa así nomás, de familia, como si anduviera sin plata. Dicen que le vieron los pies en una oportunidad mientras le hacían un masaje en la galería, pero también cuentan que nunca salió a caminar siquiera, que anduvo mal desde que llegó y una vecina comentó que vino acá a morir. Quedé consternada porque hacía una semana que no se veían más las ambulancias en la entrada, ni los autos, ningún revuelo.
Ese mediodía se escucharon las sirenas de las ambulancias que pasaban zumbando mientras en La Ñata todos los televisores se encendían. Dicen algunos, otros no se deciden, que a la par de las sirenas ya se moría. Luego, casi enseguida, una procesión de autos abanderados ocupó la ruta angosta, la policía bloqueó la entrada y un periodista ruso intentó franquear la guardia. Llegó el fiscal, un auto negro de esos que por aquí nunca se ven pasar, y se lo llevaron de Dique Luján, de este territorio que a nadie le interesó mirar. Lo bueno, dicen las voces bajas con cierta alegría, no así las que vociferan en las pantallas, es que desde la casa, Maradona veía la laguna de humedales donde nadan las gallaretas y, esto si lo sé, no me lo tuvieron que contar, que croaban muy fuerte las ranas brillosas desde esa mañana. Es cierto, dije a la vecina, no murió entubado, violentado por los procedimientos hospitalarios, y salí a mi terraza. Desde allí no es lejos su casa, el día estallaba de luz, respiré el aire de agua barrosa y escuché lo que él escuchó. Su muerte resuena entre el grito rabioso de las ranas.
Por Claudia Aboaf
Vive en Tigre. Publicó las novelas Medio grado de Libertad, Pichonas, El Rey del Agua y El ojo y la Flor. Escribe artículos feministas, ecologistas y crónicas para diarios y revistas. Forma parte de No hay cultura sin mundo.
Fotografía: M.A.F.I.A.