De más está decir que la educación a distancia existe desde hace mucho tiempo. Antes de la pandemia formé parte como tutor en cursos a distancia ofrecidos por el Ministerio de Educación de la Nación; para estos, un equipo armó con mucho tiempo y una vocación pedagógica particular una serie de materiales, consignas y trabajos prácticos para que el estudio de las temáticas sea efectivo. Mi tarea consistía en evacuar dudas de las clases, moderar foros de discusión y el seguimiento de trabajos prácticos. El paso por estos cursos fue algo excepcional en mi trabajo como docente universitario, acostumbrado al dictado de clases en forma presencial. Con todo, esa experiencia, en nada me preparó para la virtualización de las clases a partir del ASPO. En menos de unos meses, sobre todo los primeros del 2020, las condiciones impuestas por la pandemia nos llevaron a repensar la manera de dar clases. A partir de allí surgieron, al menos, dos cuestiones (o dos problemas): por un lado, ¿cómo dar clases, cómo dar los contenidos propuestos? (pregunta práctica); por el otro, el rol como profesor ante un tipo de crisis desconocida: ¿qué debía hacer un profesor universitario en un contexto como este?

A ello se le debe sumar una cuestión más: las condiciones materiales reales disponibles, tanto espaciales como tecnológicas. Efectivamente, la pandemia nos afectó a todos, pero no a todos por igual, y tanto la escuela como la universidad fueron ámbitos donde emergieron desigualdades. Como sabemos, no todos lxs estudiantes contaban con equipamiento –adecuado o no– para cursar en forma remota, y, a su vez, no todxs tenían un espacio de estudio en sus casas para poder conectarse y así cursar. Por mi parte, al ya trabajar en casa la mayor parte del tiempo, el pase a la virtualidad no significó un cambio radical. Partir con esas condiciones materiales personales implicó un desafío y, a la vez, debía volverse un recordatorio constante al momento de pensar estrategias de cursada.

Luego de dos años de clases virtuales, creo poder hacer un balance de la experiencia (desde ya, siempre vinculado a la propia). En ese sentido, y dado que mi práctica docente posee varios niveles (dos universidades, grado y posgrado) dicho balance aparece como desbalanceado.

Una rápida conclusión me lleva a pensar que las clases remotas no han hecho más que alejarnos, crear vínculos sociales más individualistas. La pandemia, en ese sentido, funcionó como un acelerador de las relaciones sociales típicas del neoliberalismo, una tendencia hacia lo individual en desmedro de lo colectivo. Es verdad, al momento de dar una clase al mismo tiempo “estábamos” todxs… y nadie. Algunas cámaras no se encendían, la cantidad de conectados llevaba a que lxs estudiantes sean simple recuadros en la pantalla, nunca pude ver a la totalidad de los cursantes al mismo tiempo… Pero aún hay más, en la UNSAM, por ejemplo, durante dos años tuve al mismo curso y nunca los conocí “cara a cara”. Transité así dos años de cursadas junto a espectros, creyendo que el que está del otro lado es “como yo”.

Por otro lado, sin dudas uno de los aspectos más positivos (al menos para mi) de las clases bajo esta modalidad es la posibilidad de no emplear tiempo para el traslado. Es, si se quiere, una cuestión de comodidad (personal, egoísta incluso) pero también abrió la posibilidad –sobre todo a nivel posgrado– de que puedan cursar estudiantes –sobre todo en la UBA– no residentes en la Ciudad y en el Gran Buenos Aires. Incluso muchxs estudiantes del interior del país, anotados en una carrera de grado de la UBA, no tuvieron que instalarse en la Ciudad –con los gastos que ello implica– pudiendo así cursar en su lugar de origen.

En posgrado, al tener una menor cantidad de inscriptos, la virtualidad creo que (me)funcionó de manera más adecuada. El intercambio y la discusión se hizo más fluida y casi no hubo inasistencias. Confieso que en el ámbito de posgrado no extrañé la presencialidad o, en todo caso, no me desagradó pasar a la virtualidad.

En grado, sin embargo, la situación me generó lo contrario. Para decirlo en forma coloquial, me mató el anonimato. Más allá de poder ver algunas caras, esas imágenes eran anónimos para mi –e imagino que también para ellxs–. Esa lejanía que mencioné antes la sentí con fuerza en el grado. Ante esa lejanía, ¿cómo dar clase? Desde ya que resultó imposible dar los mismos contenidos de la misma manera que en la presencialidad. No creo que debido a la densidad de los mismos sino al tiempo: ¿cuánto tiempo se podía estar frente a la pantalla? Ya sea para leer o para hablar. El apunte de clase, se volvió también “virtual”, los textos tenían que ser leídos desde la pantalla: me pregunto entonces, ¿no hicimos, a pesar nuestro, que la vida pasara más tiempo en y por las pantallas? ¿no sumamos otro ladrillo en la pared de la “pantallización” del mundo, de las relaciones sociales?

Durante la pandemia, las clases virtuales fueron un termómetro de las condiciones materiales de lxs estudiantes, no solo por los espacios y tecnología disponible sino también por aquello que se “filtraba” en las clases: desde ruidos del hogar hasta niñxs pasando también por situaciones de tensión familiar. Otros estudiantes cursaban o rindieron su final mientras trabajaban –muchos de ellos con Uber–: estudio y trabajo se cruzaban, algunxs aprovecharon la virtualidad para “meter” materias; otros, salieron a trabajar “porque no les quedaba otra” –palabras textuales del estudiante que rindió su final desde su auto, mientras esperaba que le saliera un viaje en Uber.

Mientras creemos que la pandemia ha finalizado, el 2022 supuso una vuelta a la presencialidad total, quedando las clases virtuales como una opción antes que una exigencia. En efecto, muchos posgrados han visto que las clases remotas permiten el cursado de estudiantes de otras ciudades y países y no quieren perder este nuevo status quo.

Sin embargo, este “regreso” me resulta ambivalente. Es verdad, desde la comodidad, dar clases virtuales implica no tener que viajar hasta la facultad; así, al apagar la computadora uno ya está en casa. Pero la virtualidad quita uno de los elementos más preciados de la educación –universitaria o no– que es la posibilidad del intercambio, del ida y vuelta. Desde ya que se puede afirmar que la virtualidad, vía videoconferencia, también lo permite, pero creo que no es así.

Por un lado, como dije antes, ¿cuánto tiempo podemos sostener una clase, una conversación, ante una pantalla? Por el otro, ¿qué tipo de encuentro social propone una pantalla? Alfred Schutz señaló que el encuentro social por excelencia es la relación cara a cara; en dicho encuentro, compartimos el tiempo y el espacio, pero también el otro puede ver así lo que uno no puede ver, es decir nuestro rostro. En otras palabras, en el encuentro cara a cara formamos un nosotros. Las videoconferencias efectivamente nos permiten compartir el tiempo, pero no el espacio; a su vez, no podemos ver el rostro del otro sino su imagen, la imagen de su rostro. La relación social queda mediada por una imagen, volviéndose la clase en una forma espectacular (en el sentido de Guy Debord). Así, la virtualización de las clases quiebra la posibilidad de una relación nosotros, porque dar clase, sabemos, no se trata solamente de “dar contenidos”, es darnos tiempo, vernos los rostros, transformando a las aulas, sobre todo las universitarias, en una forma de comunidad.

Por Lior Zylberman

Fotografía: M.A.F.I.A.

Un comentario en “El tiempo con el otro. Algunas reflexiones sobre las clases virtuales

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