Las medidas de distanciamiento social tomadas ante la irrupción de la pandemia exigieron que las clases de todos los niveles de educación suspendieran la presencialidad para asumir diversas formas de dictado a distancia. Facilitada por el desarrollo de las nuevas tecnologías de comunicación, la situación, que en un principio se presentó como la posibilidad de no interrumpir la formación educativa, con el tiempo mostró tanto sus límites para sostener la modalidad establecida, como las contradicciones propias de una transición hacia un nuevo paradigma. Su alcance a tan alta escala se debió a una excepción, que una vez atenuada permitiría un lento retorno a la presencialidad, pero pudo observarse allí, no obstante, con una claridad inusitada, el posible corolario de un proceso cuyos rasgos se han marcado a lo largo de los últimos años y cuya dirección, lejos de atenuarse, ha sido trazada con mayor intensidad.
En los niveles inferiores, las mayores dificultades se mostraron en la molestia que generó para los padres la convivencia con los menores en un mismo espacio, evidenciando el carácter de institución de secuestro que asume la escuela en esos casos. Pero más importante aún es indagar en cuál es la espacialidad en la que se funda la educación en todos sus niveles. Porque si lo que se rompió con la pandemia es la dimensión de una espacialidad diferente de aquella en la que se desarrollan las actividades privadas, que genera las condiciones para establecer lazos con otros, ¿qué comunidad es posible para quienes el mundo en común consiste en un punto de confluencia que no es más que un haz de luz?
A la alteración de la dimensión espacial, se suma la horadación de la temporalidad. Si es cierto que la cronologización sobre la que se sostenía la educación moderna era funcional a los requerimientos de la sociedad industrial, no lo es menos el que la simultaneidad sobre la que se sostienen los nuevos modos de explotación se viera propagada por las modalidades educativas a distancia. Tanto por estar localizada la clase en el espacio en el que se realizan los menesteres cotidianos, como por llevarse a cabo en el mismo dispositivo electrónico en el que se desarrollan las actividades del ocio, la atención que aquella exige se vio constantemente interrumpida por la dispersión que generan los mecanismos de sujeción contemporáneos.
Para hacerle frente a las dificultades que la propia dinámica espacio-temporal producida por las nuevas tecnologías generaba, ellas mismas ofrecieron paliativos, que no sólo, al atenuar mínimamente sus efectos más nocivos, garantizaban un mayor alcance, sino que profundizaban aún más las contradicciones en las que se funda el nuevo paradigma de la educación. Entre ellos, se destaca la posibilidad de que las clases sean grabadas, permitiendo, aparentemente, que puedan ser oídas en el momento en el que estén dadas las condiciones óptimas. Pero, lejos de ello, el cúmulo de audios para quienes pospusieran esa escucha se puso al servicio de la simultaneidad, porque, al no existir ese tiempo propicio, facilitaron, con el uso de las herramientas que esos dispositivos brindan, una escucha salteada, parcial y desatenta, junto con la falsa sensación de haber estado en la clase. Mucho más grave aún es el efecto que la grabación produce entre quienes efectivamente asisten sincrónicamente, porque la posibilidad de volver a oírla, aunque ello no suceda nunca, alienta la desatención, necesaria para la realización de tareas simultáneas. Además, un acervo de clases grabadas a disposición del sistema educativo realiza el sueño neoliberal de prescindir del trabajo docente, cuyas demandas laborales son entendidas como gastos innecesarios, ampliando, en primer lugar, el ejército de reserva, al poder contratar a docentes de distintas latitudes, y tendiendo, luego, a eliminar directamente su trabajo, al poder adquirir una clase que se repetiría una y otra vez. La reducción de la educación a consignas repetitivas, por su propia naturaleza, se deslocaliza de sus coordenadas espacio-temporales, y por ello de su inscripción política en los asuntos comunes, y sólo puede reducirse a la transmisión de aptitudes técnicas, para reproducir esos dispositivos que inhiben la apertura hacia el mundo. Así, dislocada y sometida a una reproducción técnica en cualquier circunstancia, la clase pierde toda su singularidad, la riqueza del momento preciso, el aquí y ahora donde se hace posible, a partir del vínculo entre el profesor y los estudiantes, la emergencia de un saber original.
Esta destrucción de la potencia de un saber, que desde entonces queda reducido a la dimensión universal en la que lo inscribe su posible reproducción mecanizada, encuentra también en los nuevos medios las herramientas para sortear las instancias de examen. Desde hace años se observa que las dificultades en la capacidad para la concentración de los estudiantes reducen casi al mínimo su lectura de los textos, pero los buscadores de internet directamente la anulan, con sus respuestas rápidas y simples, que se ajustan, al tiempo que profundizan, esa desatención. Pero que Wikipedia se haya convertido en la principal fuente de conocimiento se debe, sobre todo, a la laxitud que han asumido las instancias de evaluación, permitiendo la aprobación, muchas veces en nombre de los más elevados principios, de aquellos estudiantes cuyos conocimientos no alcanzan los mínimos establecidos. Como respuesta inmediata, dichas actitudes pueden generar posibilidades de inclusión hacia quienes, por distintos motivos, son incapaces de alcanzar los niveles de sus pares; empero, en el largo plazo, terminan contribuyendo a una destrucción del carácter transformador de la educación, sustento del ascenso social, relegándola a la neoliberal adaptación de la institución a las necesidades del ahora consumidor.
El retorno a la presencialidad que se avizora para el corriente año no debe impedir, no obstante, la revisión de los umbrales atravesados durante la pandemia, porque señalan el rumbo al que se dirige la educación más allá de los vaivenes circunstanciales. Si las nuevas tecnologías ingresarán de forma definitiva en la formación educativa, es una responsabilidad insoslayable, en primer lugar, abogar por el desarrollo de tecnologías que se ajusten a los principios que se pretenden afianzar por medio de la educación, evitando delegar en las grandes corporaciones comunicacionales dicha tarea; y, en segundo lugar, en los casos en los que sea imposible alcanzar aquel desarrollo, establecer modalidades de uso que emerjan de una conciencia crítica.
Pero no se trata de defender la temporalidad cronológica frente a la simultánea o la espacialidad fragmentada frente a la clausura de la pantalla. Tampoco, encontrar en la gravedad de los textos, como fuente última y compleja de la manifestación de la verdad, el remedio contra la respuesta automática del buscador; ni en la sobreactuada severidad del docente-sabiondo, la antítesis del docente-asistente que sólo hace decir a los estudiantes lo que ya saben. La formación educativa no consiste únicamente en la adquisición de conocimientos técnicos, sino en la configuración de subjetividades que estén capacitadas para intervenir en la construcción de un mundo común que merezca la pena ser vivido. Es cierto que para ello resulta importante la adquisición de saberes técnicos, pero también lo es la asunción de un compromiso que permita ponerlos al servicio del bien común. Por ello, la educación debe producir un tiempo y un espacio en el que sea posible encontrarse con otros, semejantes, diferentes, poseedores de saberes y herederos destinatarios, que, en torno a la palabra, se coliguen por causas comunes.
La educación neoliberal, al desligar al sujeto de su inscripción espacio-temporal –haciendo del tiempo algo que no puede más que perderse y del espacio, lo que se cierra en ese punto/pantalla que sólo refleja lo que ya no es–, imposibilita la emergencia de un saber crítico, tendiendo a reducir al sujeto a la dimensión de un virus automático, conminado a replicarse una y otra vez según su propio código. Si durante la pandemia se puso en evidencia que la educación atravesada acríticamente por las nuevas tecnologías reduce la subjetividad a la dimensión viral, más urgente que cualquier contenido resulta hoy enseñar los modos de hacerle frente a esa tendencia. Sólo repensando la tradición de la educación como fundadora de una dimensión espacio-temporal en la que se inscribe la originalidad de un saber que emerge de una comunidad singular, será posible un destino no viral de la sociedad.
Por Diego Ezequiel Litvinoff
Fotografía: M.A.F.I.A.
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